2. La campaña

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2 de octubre

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2 de octubre

Sobre el charco de agua se dibujó con imprecisión la figura roja de un círculo. Me incliné con suavidad hacia adelante cuando el chofer de mi padre se detuvo en el semáforo. No me sentía con fuerza para repetir el mismo patrón de todos los días, pero tenía que hacerlo quisiera o no, era mi labor.

Por instinto me recoloqué el puñado de papeles sujeto con clip encima de mis rodillas, me habían arrugado la falda que planchó Yovana por la mañana. Me incorporé en el asiento trasero y giré el tronco para encarar a papá. Él esperaba impaciente al cambio de luz, mirando por la ventanilla.

-No te olvides de darle las gracias a los Monterde por cedernos el salón de actos del hotel y acuérdate de mencionar al niño que se cayó por el barranco la semana pasada -dije. Por la expresión en su rostro no me fue difícil adivinar que no tenía la más mínima idea de ese asunto. A veces me preguntaba si él era Samuel, el presidente de Puerto Alfarez, o si lo era yo.

Dejé caer la cabeza y se me cerraron los ojos. Estaba demasiado cansada de ver la vida pasar entre luces de semáforo.

-¿Cómo se llamaba? -me preguntó al cabo de un rato, como si hubiera estado intentando adivinarlo por sí mismo pero no hubiera podido. Me sujeté el puente de la nariz entre los dedos. No quería hablarle de cómo me sentía, pero lo estaba haciendo demasiado difícil. Antes de aquel momento, habría jurado que mi padre solo me prestaba atención cuando le entregaba ya escritos sus discursos políticos.

-Alessandro.

El coche finalmente se paró frente al hotel y cuando me imaginé atravesando el angosto pasillo de un metro cuadrado hasta el salón, me tuve que llevar la mano al cuello para quitarme el último botón de la chaqueta, sentía que me ahogaba.

-Julene, ¿qué te ocurre?

Miré a mi padre, a través de mi pelo, lucía como si estuviera detrás de una cortina dorada, se me escapó una risa tonta. El estómago me dio una vuelta, me había estado conteniendo tanto que ni siquiera pude comer en toda la mañana, y sentía una frustración acumularse en las palmas de mis manos, en forma de hormigueo. Las cerré con fuerza.

-¿Te interesa, papá? Soy tu secretaria, más que tu hija. Mi opinión en este asunto te importa lo mismo que la de una criada.

Golpeó el asiento de piel con la palma de la mano.

-No digas tonterías, Julene. Tú eres mi pilar, Puerto Alfarez y yo nos mantenemos en parte por tu ayuda. Pero no puedo tomarme en serio tu opinión en este asunto. Abolir la prostitución no ha estado nunca sobre la mesa. No es una opción que contemplemos.

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