|| Capítulo único ||

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A través de la ventana de mi habitación veo el cielo desgarrado de rojo, una herida supurante que si la miras fijamente te envuelve en la absoluta locura, alucinas, mueres en vida. Es la mano de Dios. El fin del mundo ya está aquí. Las siete trompetas de los ángeles son nuestros gritos de súplica. Los jinetes del Apocalipsis somos nosotros, los creadores de la guerra, el hambre, la peste y la muerte.

Al menos, eso es lo que dicen en las noticias que tengo de fondo. La televisión ha sido mi única compañía durante las últimas semanas. No me atrevo a apagarla.

Me giro sobre la cama para no ver más el inevitable final que le espera a la humanidad.

A mí.

A ti.

¿Dónde estás?

¿Puedes verme?

¿Puedes escuchar mis pensamientos?

No creo en Dios. No creo en el juicio final. Es solo un cometa y la Tierra se ha cruzado por su camino, una casualidad de la galaxia infinita.

Una casualidad entre millones de posibilidades como tú y yo.

Los destellos del sol se mecían sobre las aguas tranquilas del río, las hojas del otoño caían, un contraste entre el dorado y el rojo. Tus mejillas sonrojadas por el frío, tu piel pálida. Me enamoré de ti en ese instante. Los latidos de mi corazón se desvanecieron. Solo escuché tu voz. Solo vi tu reflejo en el agua.

—Mientras esté aquí, nadie podrá lastimarte —te dije medio año después, mientras te abrazaba por la espalda. Formábamos una sola silueta frente al río.

Te estremeciste en llantos. Los susurros del pueblo te aterraban, creías que te seguirían toda la vida.

—Tengo que irme. Necesito empezar de cero. —A través del reflejo del agua me di cuenta de que cerraste los ojos.

—¿Quieres volver a verme? —me atreví a encararte.

Solo tuve de respuesta tu silencio.

Salgo de la casa. Las calles están vacías. Casi nadie vive ya en el pueblo. Sonrió. Hay dos pájaros juntos en el cableado. Casi todos están extintos. Quizá sea testigo de un milagro de la naturaleza.

Respiro el aire caliente y empiezo a toser, me cubro con las manos. Se llenan de sangre. Las miro. Miro al cielo. Empiezo a reír sin parar.

Me limpio en mi playera. No debería estar afuera y menos sin protección. Pero es el último día. Ya a nadie le importa.

Camino,

camino,

camino.

Dejo de sentir las piernas, los brazos y las orejas.


¡Veo los destellos del río desde aquí!

Un pájaro. Dos pájaros. Un milagro.

Quizá estés ahí, esperándome.


El río está seco. Ya no hay hojas. Tengo la barbilla llena de sangre. No me molesto en limpiarme.

Busco el último lugar donde estuviste a mi lado. No lo recuerdo. Me tiro en la tierra seca, trato de mirar al sol, me escuecen los ojos. Me hago un ovillo y lloro.

Por mí.

Por ti.

Un estruendo me deja sin aliento. Abro mucho los ojos, me cubro la cabeza de forma patética. El cielo se torna amarillo, las nubes se disipan. Cierro los ojos. No quiero escuchar.

Tus rasgos se pierden con el movimiento del agua. No pude escucharte. El contraste del cielo azul y el río rojo. Una casualidad que nunca debió suceder.

El rugido del cielo me despierta. El sol se ha apagado. Ha llegado el final.

Pero incluso en medio de la noche eterna que sucumbe a la tierra, veo la luz divina de la redención. Te veo a ti, tu sonrisa, siento el cosquilleo de tus manos sobre mi cuello.

Al final, veo nuestro recuerdo.

Al final, veo nuestro recuerdoWhere stories live. Discover now