Prólogo

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Fernanda

Miro por la ventana y puedo ver a lo lejos a mi hermano, por fortuna no me ve. Le doy una última mirada al sitio que conozco, es momento de empezar de nuevo, mis lágrimas corren por mis mejillas, pude haber hecho las cosas de otra manera, pero esta es la única salida, por ella y por el bebé que espera. Lloro porque desearía que ellos no nos hubieran tratado de esa manera, lloro, porque por sobre todas las cosas extrañaré mi casa, el lugar donde crecí y a mi hermanita también. Sin que él me vea, le digo adiós en silencio y abrazo a mi hermana.

Pero todo esto lo hago por ella, por mi otra hermana, ella me necesita en este momento.

Recuerdos vienen a mi mente, y anoche tomé la decisión definitiva, con apenas 18 años es momento de conocer el mundo, todo es incierto, todo es desconocido, pero ahí vamos.

—¿En qué estabas pensando, acaso estás loca? —Mi madre me grita.

—Mamá, te juro que nada de lo que dicen es cierto. —Lloro mientras le digo esto.

—¡Basta mamá! —Mi hermana viene en mi defensa.

—Tú no te metas, que eres igual que ella, no creas, que no sabemos lo que dicen de ambas en el pueblo —le reprocha.

—Mamá, tienes que confiar en nosotras, no hemos hecho nada.

—¡Cállense las dos! —Es mi padre quien grita ahora—. De aquí en adelante no podrán salir de esta casa a menos que yo lo autorice y vayan acompañados de alguien más.

Y diciendo esto recibimos un par de golpes más ahora no solo de mi madre, también de mi padre y si Miriam no se hubiera desmayado, seguramente mis hermanos también hubieran intervenido.

—Todos prepárense, iremos a la feria del pueblo, ustedes dos se quedan. José, serás el encargado de vigilarlas que no se vayan de locas. —Mi padre comienza a ladrar órdenes y nadie puede objetar porque la última palabra la tiene él.

Mientras grita las órdenes, yo busco algo de alcohol, conozco dónde guarda mi padre lo que se toma, a escondidas lo tomo y llego hasta ella, hago que Miriam huela un poco del alcohol que he puesto en un algodón, poco a poco va despertando. Le doy un abrazo, tranquila de verla bien.

Nos encontramos solas, todos se están preparando para salir. Una vez al año en el pueblo se hace una celebración en la que hay música, juegos y mucha alegría; este año no se nos permitirá ir porque según mi padre nos hemos convertido en la vergüenza de todos ellos. A mí me encanta ir porque es de las únicas veces que se nos permite divertirnos, reír y olvidarnos un poco de las inclemencias en que vivimos. Nos toca caminar mucho, pero hoy no lo haremos.

—Esta situación no puede seguir así, tenemos que hacer algo. —Exclamo enojada y con la voz baja para que José no nos escuche.

—Tú no tienes que hacer nada, esto es mi culpa. —Su voz suena rara por el llanto que trata de ocultar.

—Eres mi hermana y jamás te dejaría sola, tenemos que tomar una decisión porque pronto todos se darán cuenta.

—No quiero matarlo. —Esa palabra me pone los pelos de punta, claro que tampoco lo deseo.

—No lo harás, huiremos de este pueblo —le digo decidida.

—Pero ¿Dónde iremos? No tenemos dinero, siquiera para llegar a la ciudad más cercana.

—Tú no te preocupes, yo me encargo de eso, mañana antes de que amanezca estaremos saliendo de aquí.

Estoy atenta escuchando el momento en que todos se han ido, José es el encargado de vigilarnos, pero a él sé cómo comprarlo. Voy hasta la cocina sin que este me quite los ojos de encima, preparo su cena y hago algo que sé a él le gusta, junto con esto le doy una cerveza con unos polvitos mágicos que lo harán dormir.

El amor de un millonarioWhere stories live. Discover now