Parte 11

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—¡Clay! —repitió John.Su preocupación aumentó cuando Clay miró la tarima sucia, aparentementesumido en sus pensamientos. John le puso la mano en el brazo y Clay sesobresaltó. Parecía que acabara de darse cuenta de que no estaba solo.—Tenemos que encontrarla —dijo con tono apremiante.Clay asintió, y volvió de nuevo a la vida. Echó a correr y John lo siguió decerca, llegando por los pelos a sentarse en el asiento del copiloto antes de quearrancara el motor y salieran a toda velocidad por la carretera a medio terminar.—¿Adónde vamos? —exclamó John.Aún estaba luchando contra el viento para cerrar la puerta. Se agitaba como unala gigantesca, tirando de él cuando Clay giró por la colina. Por fin, consiguiócerrarla.—No sé —dijo Clay con tristeza—. Pero sabemos más o menos hasta dóndepueden llegar.Bajó como un loco por la colina, salió a la carretera y encendió las luces depolicía. Avanzaron poco menos de un kilómetro y medio, y entonces giraronhacia un camino sin asfaltar.John se golpeó el hombro contra la puerta. Agarró el cinturón de seguridad,mientras bajaban el camino a toda velocidad. La maleza raspaba ambos lados delcoche y golpeaba el parabrisas.—Tienen que pasar por aquí —dijo Clay—. Este terreno está justo a mitad decamino entre esa casa y la siguiente zona del mapa. Solo tenemos que esperarlos.Clay frenó de golpe en el borde de un campo abierto y John se fue haciadelante. Salieron juntos del coche. Había árboles desperdigados por aquí y porallá, y la hierba era alta, pero no había cultivos, ni ganado pastando. John seadentró en el terreno y miró la hierba ondeando, como el agua con el viento.—¿De verdad crees que pasarán por aquí? —preguntó John.—Si siguen avanzando en la dirección en la que iban, tienen que hacerlo —dijo Clay.Los minutos se hicieron eternos. John se paseaba de un lado a otro delante delcoche. Clay se situó más cerca de la mitad del terreno, listo para echar a correren cualquier dirección en cuanto fuera necesario.—Ya deberían estar aquí —dijo John—. Algo va mal.John miró a Clay, que asintió con la cabeza.En la distancia, se oía el motor de un coche, cada vez más alto. Se quedaron enel sitio. Quienquiera que fuera se acercaba muy deprisa. John oía el ruido de lasramas al golpear la carrocería del coche con ritmo irregular. Unos segundosdespués, el coche surgió del camino a toda velocidad y frenó con un chirrido.—Jessica. —John fue hacia el coche.—¿Dónde está Charlie? —preguntó la chica mientras bajaba del vehículo.—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Clay.—La llamé yo —se apresuró a decir John—. Desde el restaurante, justodespués de hablar contigo.—He estado dando vueltas por todos lados. Por suerte, os he encontrado. ¿Porqué habéis parado aquí?—Su ruta pasa por aquí —le explicó John, pero ella lo miraba conescepticismo.—¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo lo sabéis?John echó una mirada a Clay. Ninguno de los dos parecía muy seguro.—Ya la tienen, ¿verdad? —dijo Jessica—. Entonces ¿porqué iban a seguirdirigiéndose a la residencia?Clay cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes.—No lo harán —dijo.Clay miró al cielo y el viento le golpeó la cara con fuerza.—Entonces ahora podrían ir a cualquier sitio —prosiguió Jessica.—Ya no podemos predecir qué van a hacer —dijo John—. Ya han conseguidolo que querían.—¿Y esto es lo que quería ella? ¿Lo planeó? —preguntó Jessica, elevando lavoz—. ¿Qué te pasa, Charlie? —Volvió a dirigirse a John—. Puede que nisiquiera la estuvieran buscando a ella. ¡Podría haber sido cualquiera! ¿Por quévino hasta aquí como si fuera un...?—Un sacrificio —completó John en voz baja.—No puede estar muerta —murmuró Jessica. Le temblaba la voz.—No podemos pensar así —dijo John, muy serio.—Rodearemos la zona —apuntó Clay—. Jessica, John y tú id en tu coche, enesa dirección. Avanzaremos en círculo. Espero que los atrapemos. No se meocurre otra manera.Clay miró a los chavales con impotencia. Nadie se movió, a pesar del nuevoplan de Clay. John lo sentía en el aire: se habían rendido.—No sé qué más podemos hacer. —La voz de Clay había perdido toda sufuerza.—Tal vez yo sí sepa qué hay que hacer —dijo John de repente, y la idea levino a la mente mientras hablaba—. Tal vez podamos preguntárselo a ellos.—¿Se lo quieres preguntar a ellos? —replicó Jessica, con sorna—. ¿Por qué noles llamamos y les dejamos un mensaje? «Por favor, llamadnos y contadnosvuestros planes asesinos cuando podáis.»—Eso es —dijo John—. Clay, ¿las mascotas de Freddy's ya no están? Cuandodijiste que las habían tirado, ¿qué querías decir? ¿Podemos localizarlas? —Johnse dirigió a Jessica—. Nos han ayudado otras veces, o al menos lo intentaron unavez cuando dejaron de tratar de matarnos. No sé, si hubiera aunque fuera unacabeza suelta en algún lado... Debe de haber algo en algún sitio. ¿Clay?El hombre volvió a levantar la vista al cielo. Jessica le echó una miradainquisitiva.—Lo sabes, ¿verdad? —dijo—. Sabes dónde están.Clay suspiró.—Sí, sé dónde están —titubeó—. No podía dejar que los desmontaran —prosiguió—. Sin saber qué son ni quiénes habían sido. Y no me atreví a dejarque los tiraran sin más, sobre todo teniendo en cuenta lo que son capaces dehacer.Jessica abrió la boca, a punto de hacer una pregunta, pero se contuvo.—Yo... los guardé —dijo Clay.Había un punto de incertidumbre en su voz.—¿Que qué? —John dio un paso al frente, en guardia de repente.—Los guardé. Todos. Pero no tengo muy claro eso de hacerles preguntas.Desde esa noche, no se han movido nada. Están rotos, o al menos lo disimulanmuy bien. Llevan más de un año en el sótano de mi casa. Me he cuidado dedejarlos solos. Parecía que no había que molestarlos.—Bueno, pues los tenemos que molestar —dijo Jessica—. Tenemos queintentar encontrar a Charlie.John apenas la oyó. Estaba mirando fijamente a Clay.—Vamos —dijo Clay, y se dirigió al coche, apesadumbrado, como si leacabaran de arrebatar algo.John y Jessica intercambiaron miradas, y después lo siguieron. Antes de quellegaran al coche, Clay ya estaba de camino hacia la carretera principal. Jessicapisó el acelerador, alcanzando a Clay justo cuando él giró hacia la derecha.No mediaron palabra. Jessica estaba centrada en la carretera, y John estabaencorvado en el asiento, dándole vueltas a todo. Delante de ellos, Clay habíaencendido las luces, aunque había quitado la sirena.John se quedó mirando la oscuridad, mientras avanzaban. Tal vez viera aCharlie por casualidad. Dejó la mano en la manilla de la puerta, preparado parasaltar del coche y correr para salvarla. Pero solo había una sucesión interminablede árboles, esparcidos entre las ventanas naranjas de las casas distantes, quecoronaban las colinas como luces de Navidad.—Ya hemos llegado —anunció Jessica antes de lo que John esperaba.John se estiró y miró por la ventanilla.Jessica giró hacia la izquierda y aminoró la marcha; entonces John lareconoció. Unos cuantos metros más adelante estaba la casa de Carlton, rodeadapor una hilera de árboles. Clay entró en el camino, y John y Jessica lo siguierony frenaron a escasos centímetros de su parachoques.Clay agitó las llaves nervioso mientras caminaban hacia la casa; parecíaalterado, ya no era el jefe de policía seguro de sí mismo, aquel que tenía elcontrol en todo tipo de situaciones. Abrió la puerta, pero John esperó. Quería queClay pasara primero.Clay los condujo hasta el salón, y Jessica ahogó un grito de sorpresa. Él lamiró con ojos de cordero degollado.—Perdonad el desorden —dijo.John echó un vistazo a su alrededor. La habitación estaba más o menos comola recordaba, llena de sofás y sillas alrededor de una chimenea. En los dos sofásse apilaban carpetas y periódicos, así como lo que parecía un montón de ropasucia. En un rincón de la mesa había seis tazas de café. A John le dio un vuelcoel corazón cuando vio dos botellas de whisky tiradas entre una butaca y lachimenea. Tras un vistazo rápido, vio dos botellas más. Una de ellas habíarodado hasta debajo de un sofá. La otra aún estaba medio llena, junto a un vasocon un claro tono amarillo. John miró a Jessica, que se mordía el labio inferior.—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.—Betty se ha marchado —se limitó a decir Clay.—Oh.—Lo siento —dijo John.Clay le hizo un gesto con la mano, cortando cualquier intención de consuelo.Se aclaró la garganta.—Supongo que tenía razón. O al menos hizo lo que era mejor para ella. —Dejó escapar una risa forzada y señaló el desorden que lo rodeaba—. Todoshacemos lo que podemos.Se sentó en una butaca verde, el único asiento libre de basura y papeles, ysacudió la cabeza.—¿Puedo quitar esto de aquí? —preguntó John, señalando los papeles quecubrían el sofá que quedaba frente a Clay.El policía no le respondió, así que John los apiló y los puso a un lado, concuidado para que no se cayera nada. Se sentó, y un rato después también lo hizoJessica, aunque miraba el sofá como si fuera a contagiarle alguna enfermedad.—Clay... —dijo John, pero el hombre empezó a hablar, como si nuncahubiera dejado de hacerlo.—Cuando os marchasteis todos, cuando estuvisteis a salvo, volví por ellos.Betty y yo pensamos que podría ser un buen momento para que Carlton salieraun tiempo de la ciudad, así que ella se lo llevó a que pasara unas semanas encasa de su tía. En realidad, no recuerdo si lo sugirió Betty o si fui yo quien lemetió la idea en la cabeza; pero en cuanto los vi salir con el coche, me pusemanos a la obra.»Freddy's estaba cerrado. Se habían llevado el cuerpo del oficial Dunn yhabían terminado la investigación, bajo mi atenta supervisión, por supuesto.Cogieron algunas muestras, pero no se llevaron nada más de ese lugar, o almenos no en ese momento. Estaban esperando a que les diera el visto bueno. Nisiquiera había vigilancia; después de todo, no había nada peligroso dentro,¿verdad? Así que esperé a que se calmaran las cosas, y me fui en coche a SaintGeorge y alquilé un camión de mudanzas.»Estaba lloviendo cuando cogí el camión; cuando llegué a Freddy's yaarreciaba la tormenta, a pesar de que el parte meteorológico anunciaba queestaría despejado. Esta vez tenía llaves. Las cerraduras eran un asunto policial,así que entré. Sabía dónde encontrarlos, o al menos sabía dónde los había dejadoy recé para que siguieran allí. Estaban todos amontonados en esa sala dondehabía un pequeño escenario.—La Cueva del Pirata —dijo Jessica, y su voz sonó casi como un susurro.—Por una parte, esperaba que ya no estuvieran allí; pero allí estaban,pacientes, como si me estuvieran esperando. Son inmensos, ya lo sabéis. Cientosde kilos de metal y vete a saber qué más, así que tuve que arrastrarlos de uno enuno. Por fin pude cargarlos todos. Pensé que los bajaría por el sótano, perocuando llegué a casa las luces estaban encendidas y el coche de Betty estaba enla entrada. Parecía que había vuelto temprano del viaje.—¿Qué hiciste? —preguntó Jessica. Estaba encorvada, con la barbilla apoyadaen las manos.John sacudió la cabeza, ligeramente entretenido. Jessica estaba disfrutando dela historia.—Esperé en la otra acera. Miré las luces, vigilando mi propia casa. Cuando seapagó la última luz, entré con el camión, me puse a arrastrar esos cacharros, ylos metí de uno en uno en el sótano. Llevé el camión de vuelta a Saint George yvolví a casa, sin que nadie me viera. Nunca habría funcionado de no ser por losrayos y los truenos que tapaban el ruido de mis movimientos. Cuando entré,estaba empapado y me dolía todo el cuerpo. Solo quería subir al dormitorio ymeterme en la cama con mi mujer. —Carraspeó—. Pero no me atreví. Cogí unamanta y me dormí frente a la puerta del sótano, por si acaso algo intentabaescaparse.—¿Y ocurrió? —preguntó Jessica.Clay sacudió la cabeza despacio, de adelante hacia atrás, como si tuviera máspeso de lo habitual.—Por la mañana estaban tal y como los había dejado. Cada noche después deeso, bajé mientras Betty dormía. Los miraba, a veces incluso hablaba con ellos,para intentar provocarlos de alguna manera. Quería asegurarme de que no fuerana matarnos mientras dormíamos. Repasé los archivos del caso, para tratar deentender cómo se nos había pasado Afton. ¿Cómo había podido regresar sinlevantar sospechas?»Betty se daba cuenta de que algo iba mal. Unas semanas después, se levantóy vino a buscarme. Y me encontró a mí... y también a ellos. —Burke cerró losojos. —No recuerdo exactamente cómo se desarrolló la conversación, pero a lamañana siguiente se había ido, y esta vez ya no volvió.John se revolvió en el sofá, inquieto.—¿No se han vuelto a mover desde entonces?—Están ahí tirados, como muñecos rotos. Ya ni siquiera pienso en ellos.—Clay, Charlie está en peligro —dijo John, poniéndose de pie—. Tenemosque ir a verlos.Clay asintió con la cabeza.—Vale, vamos.Se puso de pie y señaló la cocina.La última vez que John había estado en la cocina de Burke fue la mañanadespués de escapar de Freddy's. Clay estaba haciendo tortitas y no paraba debromear. Betty, la madre de Carlton, estuvo sentada junto a su hijo, como situviera miedo de irse de su lado. Estaban aturdidos y aliviados de que ya hubierapasado el suplicio, pero John sentía que todos ellos, cada uno a su manera,también estaban luchando contra otros sentimientos. Por ejemplo, a vecesdejaban las frases a medias, y se olvidaban de qué habían querido decir, o sequedaban hipnotizados, mirando al vacío. Apenas se estaban recuperando. Perola cocina irradiaba luz, que se reflejaba en las encimeras, y el olor a café y atortitas era reconfortante, una conexión con la realidad.Ahora, a John le sorprendió el contraste. La cocina apestaba y enseguida se diocuenta de por qué: las encimeras y la mesa estaban cubiertas de platos sucios,llenos de restos de comida. Muchos estaban casi llenos. En el fregadero, habíados botellas vacías.Clay abrió la puerta de lo que parecía un armario, pero resultó ser una entradaal sótano. Apretó un interruptor y se encendió una bombilla de luz tenue porencima de las escaleras. Clay los invitó a bajar. Jessica se dispuso a ello, peroJohn la cogió del brazo y la detuvo. Clay bajó primero, abriendo camino. Johnbajó detrás, seguido de Jessica.La escalera era estrecha y demasiado empinada. Cada vez que bajaba unescalón, John se tambaleaba; su cuerpo no estaba preparado para tanta distancia.Dos pasos más abajo, el aire cambió: estaba húmedo y mohoso.—Cuidado ahora —dijo Clay.John miró hacia abajo y vio que faltaba una tabla. Pasó por encima con tientoy se giró para darle la mano a Jessica mientras saltaba con torpeza.—Una de mis muchas tareas pendientes —soltó Clay.El sótano estaba sin acabar. El suelo y las paredes no eran más que la carainterna y sin pintar de los cimientos. Clay señaló al rincón oscuro en el queestaba la caldera. Jessica ahogó un grito.Ahí estaban todos, alineados contra la pared. Al final de la fila, Bonnie estabaapoyada contra la caldera. El pelo azul del conejo gigante estaba manchado ylleno de calvas, y sus largas orejas caían hacia delante, casi ocultando su anchacara cuadrada. Aún sujetaba un bajo con una de sus enormes manos, aunqueestaba machacado y roto. Se le había caído la mitad de la pajarita roja y parecíaque tuviera la cabeza torcida. A su lado, estaba Freddy Fazbear. Su sombrero decopa y su pajarita negra se mantenían intactos, aunque el material del queestaban hechos estaba un poco ajado. Tenía el pelo desaliñado, pero aún sonreíaa un público ausente. Tenía los ojos azules abiertos de par en par y las cejaslevantadas, como si estuviera a punto de suceder algo emocionante. Le faltaba elmicrófono y agarraba la nada con las manos rígidas, estiradas hacia delante.Chica estaba inclinada hacia Freddy, con la cabeza caída hacia un lado. El pesode su cuerpo amarillo —inexplicablemente cubierto de pelo y no de plumas—parecía apoyarse por completo en él. Sus largas patas naranjas de pollo estabanabiertas y, por primera vez, John se fijó en sus garras plateadas, largas y afiladascomo cuchillos. El babero que siempre llevaba puesto estaba rasgado. Ponía:«¡¡¡A comer!!!», pero con el tiempo, y la humedad y el moho del sótano, sehabía desgastado.John la miró con los ojos entornados. Faltaba algo más.—La magdalena —dijo Jessica, como si le hubiera leído el pensamiento.Entonces la vio.—Ahí, en el suelo —apuntó.Ahí, tirada al lado de Chica, hecha un ovillo, con su sonrisa maligna maníaca ypatética.Un poco más lejos de ellos tres estaba el Freddy amarillo, el que les habíasalvado la vida. Se parecía a Freddy Fazbear, y al mismo tiempo no. Tenía algodistinto, además del color, pero si le hubieran preguntado, John no habría sabidodecir de qué se trataba. Jessica y John lo miraron un buen rato. John observaba aloso amarillo, ensimismado. «Nunca pude darte las gracias», le habría gustadodecirle. Pero estaba demasiado asustado para acercarse a él.—¿Dónde está...? —empezó a decir Jessica, pero se interrumpió de golpe, yseñaló el rincón en el que Foxy estaba apoyado en la pared, oculto por lassombras, pero aún visible.John sabía lo que estaba a punto de ver: un esqueleto robótico cubierto de pelode color rojo oscuro, pero solo de rodillas para arriba. Estaba hecho jironesincluso cuando el restaurante estaba abierto. Foxy tenía su propio escenario enLa Cueva del Pirata. John lo miró ahora y le pareció detectar más sitios pelados,a través de los cuales podía verse la estructura metálica. El parche de Foxyseguía en su sitio, encima de un ojo. Tenía un brazo colgando; el otro, con elgancho largo y afilado, levantado por encima de la cabeza, preparado para rajarde arriba abajo a quien se le pusiera por delante.—¿Están como los dejaste? —preguntó John.—Sí, exactamente como los dejé —le respondió Clay, pero parecía sospecharde sus propias palabras.Jessica se acercó a Bonnie con cuidado y se agachó para mirar a los ojos alenorme conejo.—¿Estás ahí? —susurró.No hubo respuesta. Jessica extendió la mano despacio, para tocarle la cara.John la miró, tenso, pero cuando ella acarició al conejo, ni el polvo se movió enel sótano enmohecido. Por fin, Jessica se incorporó y dio un paso atrás. Despuésmiró a John, desesperada.—No hay nada...—¡Shhh! —le interrumpió John.Un ruido le había llamado la atención.—¿Qué es?John inclinó la cabeza, acercándose hacia el lugar del que provenía el sonido,aunque no era capaz de identificarlo con precisión. Era como una voz en elviento; las palabras se borraban antes de que pudiera identificarlas, así que noestaba seguro de si realmente se trataba de una voz.—¿Hay alguien ahí? —murmuró.Miró a Freddy Fazbear, pero cuando quiso centrar la atención, pudo situar elruido. Se giró hacia el traje amarillo de Freddy.—Estás aquí, ¿verdad? —le preguntó al oso.Se dirigió al animatrónico y se acuclilló ante él, pero no intentó tocarlo. Johnmiró aquellos ojos brillantes, en busca de la chispa de vida que había vistoaquella noche, cuando el oso dorado entró en la habitación y todos supieron sinningún tipo de duda que Michael, su amigo de la infancia, estaba dentro. John norecordaba cómo había llegado a saberlo con certeza: detrás de los ojos deplástico, no había nada diferente físicamente. Solo era pura certeza. Cerró losojos e intentó invocarlo. Tal vez, si recordaba la esencia de Michael, podríatraerlo de vuelta. Pero no fue capaz, no consiguió sentir la presencia de su amigocomo había hecho aquella noche.John abrió los ojos y miró a todos los animatrónicos de uno en uno, y losrecordó vivos y en movimiento. Una vez, los niños secuestrados por WilliamAfton le habían devuelto la mirada desde dentro. ¿Estarían aún ahí, aletargados?Era horrible pensar que tal vez se estuvieran pudriendo ahí debajo, con la miradafija en la oscuridad.Algo brilló en el ojo del oso amarillo, de manera casi imperceptible. Johntomó aire. Echó un vistazo detrás de él, en busca de la luz que pudiera habersereflejado en la superficie de plástico, pero no estaba claro de dónde podía habersalido. «Vuelve», rogó en silencio, con la esperanza de ver de nuevo el destello.—John. —La voz de Jessica lo devolvió a la realidad—. John, no creo queesto haya sido una buena idea.El chico se volvió hacia ella y se puso de pie. Tenía calambres en las piernas.¿Cuánto tiempo llevaba allí, mirando los ojos ciegos de la mascota?—Creo que aún hay alguien ahí dentro —dijo despacio.—Puede, pero esto no está bien. —Jessica volvió a mirar los trajes.Se les había movido la cabeza, ahora estaba inclinada hacia arriba, de maneraartificial, hacia John y Jessica.La chica gritó y él se oyó a sí mismo exclamar algo ininteligible, dando unsalto hacia atrás, como si le hubiera picado un bicho. Todos lo mirabanfijamente. John dio tres pasos de prueba hacia la izquierda: parecía que loseguían; tenían la mirada fija en él, y solo en él.Clay había cogido una pala y la agarraba como si fuera un bate de béisbol,preparado para golpear.—Es hora de irse. —Dio un paso adelante.—¡Para! ¡Tranquilo! —exclamó John—. Saben que no somos sus enemigos.Estamos aquí porque necesitamos que nos ayuden.John señaló a las criaturas con las manos abiertas. Clay bajó la pala, pero no lasoltó. John miró a Jessica, que asintió rápidamente con la cabeza. El chico volvióa encararse a las mascotas.—Estamos aquí porque necesitamos vuestra ayuda —repitió.Las mascotas lo miraron inexpresivas.—¿Os acordáis de mí? —preguntó con torpeza.Las mascotas seguían mirándolo fijamente, tan inmóviles en sus nuevasposturas como lo estaban antes.—Por favor, escuchadme —continuó—. Charlie, os acordáis de ella, ¿verdad?Claro que sí. Se la han llevado... unas criaturas como vosotros, pero distintas.John miró a Jessica, pero ella estaba observándolo todo, ansiosa, confiándole aél la situación.—Han sido unos trajes animatrónicos, que estaban enterrados debajo de lacasa de Charlie. No sabemos qué hacían allí. —John tomó aire—. No creemosque los construyera Henry, sino William Afton.En cuanto John dijo ese nombre, los robots empezaron a temblar, aconvulsionarse. Era como si la maquinaria hubiera arrancado con una corrientede una potencia superior a la que podían soportar.—¡John! —exclamó Jessica.Clay dio un paso adelante y agarró a John del hombro.—Tenemos que salir de aquí —dijo Jessica, ansiosa.Las mascotas se sacudían con violencia, agitando los brazos y las piernas. Segolpeaban la cabeza contra la pared, con gran estruendo. John se quedó plantadoen el sitio, dividido entre el impulso de correr hacia ellos e intentar ayudar, y lasganas de echar a correr.—¡Vámonos ya! —exclamó Clay, y su voz se elevó por encima del ruido.Tiró de John hacia atrás.Juntos volvieron a subir por las escaleras. Clay los seguía con la palalevantada, lista para defenderse. John miró cómo se agitaban las mascotas en elsuelo hasta que desaparecieron de su vista.—¡Necesitamos vuestra ayuda para encontrar a Charlie! —exclamó por últimavez, y Clay cerró la puerta de un golpe y apagó los fusibles.—Vamos —dijo el policía.Lo siguieron, perseguidos por el terrible clamor de los golpes en el piso deabajo, solo ligeramente amortiguado. Clay los llevó al estudio que conectaba conel salón y cerró la puerta con llave.—Están subiendo —dijo John, y se paseó de un lado al otro, mirando al suelo.El sonido del metal contra el metal. Algo sonó como si se hubiera golpeadocontra la pared. El eco resonó a través del suelo.—Bloquea la puerta —ordenó Clay.El policía agarró la mesa de la esquina por un lado. John la cogió por el otro yJessica retiró dos sillas y una lámpara para dejarles paso. Pusieron la mesadelante de la puerta, mientras, bajo ellos, algo raspaba el hormigón como si searrastrara.Unos pasos fuertes agitaron los cimientos de la casa. El gemido agudo deaparatos electrónicos estropeados vibraba en el aire, a una frecuencia tan alta queresultaba casi imposible oírlo. Jessica se frotó los oídos.—¿Vienen a por nosotros? —preguntó.—No. Bueno, no creo —respondió John, y miró a Clay en busca deconfirmación, pero este tenía la mirada fija en la puerta.El gemido se intensificó y Jessica se golpeó las orejas con las manos. Lospasos sonaban cada vez más fuerte. Había un ruido de madera resquebrajándose.—Sujetad la puerta —susurró Clay.Se oyó un golpe seco y luego otro. John, Jessica y Clay se agazaparon detrásde la mesa, como si así pudieran esconderse mejor. Les llegó el sonido de otrogolpe, y después un ruido de madera astillándose. Los pasos que retumbaban enel suelo, cada vez se acercaban más. John intentó contarlos, para ver si lascriaturas estaban juntas, pero se solapaban demasiado. Sonaban unos sobre otrosy el ruido le sacudía los dientes y le retumbaba en el pecho. Parecía que esesonido bastara para llegar a romperlo en mil pedazos.Entonces, deprisa, los pasos se fueron atenuando hasta desaparecer. Duranteun buen rato, no se movió nadie. John respiraba con dificultad; se acababa de darcuenta de que había estado conteniendo la respiración. Miró a los demás. Jessicatenía los ojos cerrados y se sujetaba las manos con tanta fuerza que las puntas delos dedos se le habían puesto blancas. John se estiró y le tocó el hombro; ellapegó un brinco y abrió los ojos de repente. Clay ya estaba en pie, tirando de lamesa.—Vamos, John —dijo—. Ayúdame a quitar esto del medio.—Claro —respondió John, inseguro.Juntos echaron la mesa a un lado y se dirigieron al vestíbulo a toda prisa. Lapuerta principal estaba abierta de par en par hacia la noche. John fue corriendo amirar.Fuera, el césped estaba levantado por donde habían pasado las mascotas. Lashuellas se veían perfectamente y eran fáciles de seguir: conducían directamenteal bosque. John echó a correr detrás de ellos, Clay y Jessica le pisaban lostalones. Cuando llegaron a los árboles, disminuyeron la marcha. En la distancia,John vio un movimiento borroso durante solo un segundo y, con un gesto, lesdijo que esperaran. Los iban a seguir, pero era mejor que el líder del grupo no losviera.

THE TWISTED ONES/ TRADUCIDA AL ESPAÑOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora