Capítulo 18

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Darle detalles acerca de nuestra nueva vida sería cosa difícil. Se componía de una serie de niñerías, encantadoras para nosotros, pero insignificantes para aquellos a quienes yo se las contara. Ya sabe usted lo que es amar a una mujer, ya sabe cómo se acortan los días y con qué amorosa pereza se deja uno llevar al día siguiente. No ignora usted ese olvido de todas las cosas, que nace de un amor violento, confiado y compartido. Toda criatura que no sea la mujer amada parece un ser inútil en la creación. Uno lamenta haber arrojado ya parcelas del corazón a otras mujeres, y no vislumbra la posibilidad de estrechar jamás otra mano distinta de la que tiene entre las suyas. El cerebro no admite trabajo ni recuerdos, nada en fin que pueda distraerlo del único pensamiento que se le ofrece sin cesar. Cada día descubrimos en nuestra amante un encanto nuevo, una voluptuosidad desconocida.

La existencia no es más que el cumplimiento reiterado de un deseo continuo; el alma no es más que la vestal encargada de mantener el fuego sagrado del amor.

Muchas veces, al caer la noche, íbamos a sentarnos bajo el bosquecillo que dominaba la casa. Allí escuchábamos las alegres armonías de la noche, pensando los dos en la hora próxima que iba a dejarnos a uno en brazos del otro hasta la mañana siguiente. Otras veces nos quedábamos acostados todo el día, sin dejar siquiera que penetrara el sol en nuestra habitación. Las cortinas estaban herméticamente cerradas, y el mundo exterior se detenía un momento para nosotros. Sólo Nanine podía abrir nuestra puerta, pero solamente para traernos de comer; y aun así lo hacíamos sin levantarnos e interrumpiéndolo sin cesar con risas y locuras. A esto sucedía un sueño de unos instantes, pues, desapareciendo en nuestro amor, éramos como dos buceadores obstinados que no vuelven a la superficie más que para recobrar aliento.

Sin embargo, a veces sorprendía yo momentos de tristeza e incluso de lágrimas en Marguerite; le preguntaba de dónde procedía aquella pena súbita, y me respondía:

—Nuestro amor no es un amor ordinario, mi querido Armand. Me quieres como si nunca hubiera pertenecido a nadie, y me da miedo que más tarde te arrepientas de tu amor y mires mi pasado como un crimen, obligándome a arrojarme otra vez a la existencia en medio de la cual me recogiste. Piensa que ahora que he probado una nueva vida y moriría al reemprender la otra. Dime que no me abandonarás nunca.

—¡Te lo juro!

Ante aquellas palabras me miraba como para leer en mis ojos si mi juramento era sincero, luego se arrojaba en mis brazos y, escondiendo su cabeza en mi pecho, me decía:

—¡Es que no sabes cuánto te quiero!

Una noche, acodados en el alféizar de la ventana, mirábamos la luna, que parecía salir con dificultad de su lecho de nubes, y escuchábamos el viento, que se agitaba ruidosamente entre los árboles; estábamos cogidos de la mano y llevábamos ya un largo cuarto de hora sin hablar, cuando Marguerite me dijo:

—Ya está aquí el invierno, ¿quieres que nos vayamos?

—¿Y adónde?

—A Italia.

—¿Te aburres?

—Me da miedo el invierno, y sobre todo me da miedo nuestro regreso a París.

—¿Por qué?

—Por muchas cosas.

Y prosiguió bruscamente, sin darme las razones de sus temores:

—¿Quieres que nos vayamos? Venderé todo lo que tengo, nos iremos a vivir allá, no me quedará nada de lo que fui, nadie sabrá quién soy. ¿Quieres?

—Vámonos, si eso te agrada, Marguerite; vamos a hacer un viaje —le dije—; pero ¿qué necesidad tienes de vender cosas que estarás contenta de encontrar a tu regreso? No tengo una fortuna lo suficientemente grande para aceptar un sacrificio semejante, pero tengo bastante para que podamos viajar a lo grande durante cinco o seis meses, si eso te divierte de algún modo.

La Dama de las Camelias (Alexandre Dumas, hijo)Where stories live. Discover now