01: El primer día en la ciudad

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Un lugar donde el tiempo fluía lentamente

y lo esperaban amigos en los que siempre podía confiar

Haruki Murakami


Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido

Julio Cortázar


***


«Ok, es todo o nada», se dijo Samuel. Respiró hondo y avanzó hacia la entrada, donde frente a los casilleros algunos estudiantes se quitaban sus zapatos y se ponían su calzado de interiores.

Hace unos días habría jurado que estaba soñando, pero ahora estaba seguro de que todo era real.

Era difícil de creer. Un par de lecciones exprés de japonés, algunas clases extra en la escuela para mejorar sus notas y muy poco sentido común fueron todo lo que necesitó para conseguir la beca. «Tuve suerte», pensó. «Mucha suerte de hecho.» Porque, en verdad, no nada se le había perdido en Japón. Hasta hace dos meses, su vida transcurría con normalidad en su país de origen, iba a la escuela, tenía algunos amigos y trataba de no complicarse demasiado la existencia. Nunca se había planteado viajar a otro país, en todo caso lo haría en vacaciones; pero la idea de ir a Japón nunca se le cruzó por la cabeza. Aún hoy, no recordaba ninguna razón particular que lo llevara a decantarse por el país del sol naciente en lugar de otro. Aplicó porque no tenía nada que perder, porque quería probar los límites de suerte, porque, como la mayoría de los chicos de su edad, esperaba que un evento extraordinario transformara su vida y le diera sentido.

Por lo tanto, el estar parado aquí y ahora, en la que sería su nueva escuela por el siguiente año en la ciudad de Osaka, para él era más un milagro que otra cosa.

Avanzó indeciso por el pasillo principal, sintiendo docenas de miradas curiosas sobre su espalda mientras trataba de descifrar que decían los kanji en cada anuncio y cartel que se encontraba a su paso. Eso sólo probaba que la calificación "sobresaliente" en su diploma de japonés era una mentira de proporciones olímpicas, o bien una prueba irrefutable de que tendría talento para otra cosa menos para los idiomas. De pronto le dio por pensar en qué absurdo era haber hecho tanto papeleo en la embajada sólo para que lo soltaran en un país desconocido, así, a la buena de Dios. Eso y qué increíble era no haberse perdido en el camino desde la casa de su familia adoptiva —aquello era también todo un tema— hasta la escuela. Sólo una vez, hace dos días, fueron con él para firmar los papeles y conseguirle el uniforme y los útiles, asumiendo que él recordaría todo el trayecto de poco menos de una hora de un lugar a otro; siempre que, para empezar, supiera llegar a la estación de metro cerca de la casa. Porque su nulo sentido de la orientación era legendario entre sus conocidos e igualmente lo eran las historias de cómo se había perdido de las formas más absurdas en las calles de su ciudad, misma en la que, cabe decirlo, había vivido toda su vida. «Dicen que la mejor manera de conocer un lugar es perderse en él», recordó. «Desde luego, dicha afirmación no tiene validez universal. En lo que a mí respecta...»

Así andaba, sumido en sus cavilaciones. De pronto sintió una mano posarse sobre su hombro.

—¿Estás perdido? —le preguntó una mujer, tal vez una maestra a juzgar por la vestimenta.

—Un poco, sí —confesó él y de paso aprovechó para preguntarle dónde estaba su salón.

—Entonces hoy es tu día de suerte. Yo soy la maestra de historia, Reiko Miyagi.

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