VI

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Las manos de Petunia Evans alisaron la hoja de papel, deshicieron cualquier mancha de grafito que pudiera haber quedado en ella, releyó la misiva más de seis veces y contempló la carta que pondría en el buzón al día siguiente. Era una noche fresca y la risa alegre de su hermana saltando en el jardín, llegaba a ella a través de la ventana abierta. Se puso de pie y miró el alboroto que su hermana estaba armando allá abajo. Y no necesitó preguntarse a que se debía ni con quien lo estaba haciendo. Ahí abajo, sentados en la franja de escaso césped, su hermana reía a carcajadas mientras ese detestable niño intentaba ganarle en un juego de cartas. Por un momento, Petunia sintió vergüenza de ella misma. No necesitaba estar en ese mismo sitio. ¿Para qué? ¿Qué tenía de especial? A su hermana siempre la rodeaba cierta aura de misterio cuando estaban en el colegio, a pesar de no tener muchas amigas —al contrario de ella, Petunia siempre había sido muy popular—, y movidas por cierta curiosidad, alguna chica se acercaba de vez en cuando y una vez hecho esto, quedaba encantada de forma inmediata con ella, como si esta tuviera algo diferente, distinto, algo mágico, algo sorprendente. Como hechizados.

Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre, mientras lloraba de alegría porque lo que su hija hacía era natural y además, aceptado de alguna forma. Como si alguien la rechazara, solía pensar Petunia, con desdén. Era ella misma quien se alejaba de las personas, cuando no podía hacer “eso” cerca de ellas, cuando no podía hacer su voluntad, su capricho, estar a sus anchas, se dijo así misma. Ella, Petunia, tenía que cuidarla, andar detrás de ella, cuidar que no le fuera a descubrir alguna persona. Cruzó los brazos y recargó la frente en el marco del ventanal, con el ceño fruncido; Petunia ya no tenía que cuidarla. Él lo hacía.

Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre. Pero él también estaba invitado, él también iba a ir. Ese chico odioso tenía un sitio y ella, Petunia Evans, no. Como si lo hubiese invocado con la mente, el chico levantó los oscuros ojos y la miró directo a la cara, casi como si escuchara sus pensamientos. Petunia brincó hacia atrás de inmediato, algo turbada. A veces, le parecía que podía leer la mente. Esperó un momento para volver a estirar el cuello y mirar abajo, pero descubrió que él no había apartado la vista de la ventana de ningún modo, con un gesto de desagrado en el rostro. Torció la boca y se apartó definitivamente de la ventana.

Caminó hacia su tocador, alisó su cabello (la cena no tardaría mucho), y en la oscuridad de su habitación, contempló los objetos sobre el mueble en perfecto orden. La niña estiró la mano y tomó un botón de rosa del diminuto florero. Lo observó con atención.

Carraspeó; cerró la palma de su mano con el adentro y volvió a abrirla. Nada sucedió.

Alzó una ceja; no podía ser tan difícil (¿o sí?). Cerró nuevamente la palma de su mano, justo como veía a su hermana hacer y volvió a abrirla de nuevo, pero el botón seguía intacto. A Lily le bastaba solo hacer eso para que el botón floreciera. “Que estúpido”, pensó. Si iba a aprender magia, aprendería cosas útiles, no cosas como esas, tonterías, juegos de niña pequeña. Arrojó el botón marchito al bote de basura y salió de su habitación. Caminó con paso enérgico por el descanso y se detuvo frente a la habitación de su hermana. Golpeó el suelo repetidas veces con la planta del pie y una vez que decidió que entrar no estaba mal porque era la hermana mayor, abrió la puerta. Observó el panorama con recelo; pasó los dedos por las marcas en el marco de la puerta, figuras y símbolos extraños que Lily Evans solía trazar desde que era más pequeña. Avanzó en la habitación oscura y estuvo a punto de encender la luz, pero pensó que ella la vería desde allá abajo y entonces se darían cuenta. Caminó despacio, mirándolo todo, ligeramente oprimida en el pecho. El colegio era un internado. Y una vez que su hermana se marchara, no la vería hasta las navidades y aquella habitación estaría vacía.

Sujeta con una chinche contra un pizarrón de corcho, la carta de admisión del colegio Hogwarts se mecía con la suave brisa. Tomó la misiva y la releyó de nuevo, como había hecho varias veces a escondidas desde que su hermana la había recibido:

Snape gang!Onde histórias criam vida. Descubra agora