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Artemisa entró al cuarto de su hija, la pequeña de cinco años, quien parecía estar escondida en las profundidades de las cobijas en su cama. Jugaba en su habitación como si fuera un mundo lleno de cosas por descubrir, tenía una mente llena de imaginación, de energía, de color.
Iris escuchó a su madre, y enseguida se destapó para levantarse y hacer una reverencia ante la adulta, que asintió orgullosa. La disciplina era escencial para ella, y por ese motivo no podía desepcionarla.

—Buenas noches, madre.

Su madre sonrió.

—He decidido traer insumos para ti.

Dejó sobre la mesita de noche, junto a su cama, una bandeja llena de cremas hechas con flores y plantas, para combatir la sensibilidad de su blanquecina piel.
Iris lo agradeció, y comenzó a ponerselas.

Para tener solo seis años, se trataba de una niña muy madura, ejemplar y correcta. Quizás parte de esa personalidad que comenzó a forjar se debía a el encierro en el que se encontraba. Ese injusto encierro, puesto que para su padre era una desgracia tener una hija que no tuviera ni un solo color en sus cabellos, o sus pestañas. Lo único que tenía color, era el tenue tono celeste de sus ojitos de bambi, pero nada más, y eso le parecía injusto a la familia, especialmente para el rey, que solía llamarla como la hija apestada.
Lo mejor que podían hacer era evitar "el qué dirán", y ocultarla de todos.

A simple vista parecía un trabajo sencillo de realizar, puesto que contener a una infante tan pequeña no podría ser difícil... O si.
Al tratarse de una niña tan sensible al sol, su forma y ritmo de vida era diferente al de otras princesas; de día dormía, y de noche cumplía con sus deberes, sus clases con sus tutores, y llevaba a cabo todas las tareas necesarias de forma rápida. Y cuando terminaba temprano, como hoy, solía hacer más que quedarse en su alcoba a pensar.

Aprovechando que sus padres descansaban, y que los guardias eran muy tontos para no ver a una muchachita caminar detrás de ellos. Así logró escaparse una vez más, burlando la seguridad nula del castillo. O bueno... no nula, mejor dicho, la seguridad hecha para alguien que mínimo media un metro.

La pequeña había sido nombrada como "Iris", cuyo nombre venía de la diosa del arcoiris. Irónico, porque en su cuerpo no existían colores más allá del blanco. O quizás los colores se encontraban en su interior, en su mente imaginativa y en su curiosidad por conocer un mundo lleno de magia.
Esa curiosidad que la impulsaba a correr descalza por el pasto nocturno, tan solo en un camisón de pijama y con sus incoloros cabellos revoloteando por su rostro, como si no le importase nada, más que llegar rápido al encuentro con el único amigo que había tenido en toda su corta vida; una dulce salamandra de fuego.

Llegó al árbol en el que la encontró el primer día, aquél gran y hermoso árbol sabio que le contaba historias hermosas, aveces de los animales que habitaron en él, y otras simplemente de seres mucho más increíbles que los que se encontraban en el palacio, como los aburridos guardias que no tenían permiso de hablar con la pequeña, como los consejeros que no creían sus "historias infantiles" de árboles parlantes o criaturas mágicas.
Así eran los humanos, quizás puedan tener la verdad ante sus ojos, pero siempre van a tratar de encontrarle el lado racional y aburrido. Los adultos eran aburridos, ¿será que cuando Iris crezca iba a ser igual a ellos?. Por los Dioses, no...

—¡Iris, pequeña lucesita! qué gusto verte otra vez. —saludó alegremente el árbol, llamándole con ese apodo que le había puesto apenas la vió, según él, porque su alma era tan brillante como una lucecita en el cielo nocturno.
Él le había contado que todos los humanos alguna vez brillaron tanto como ella lo hacía, pero que a medida que crecían se apagaban un poco más, porque perdían esa naturaleza hermosa y pasaban a ser más artificiales, monótonos, aburridos y opacos.

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⏰ Última actualización: Mar 15 ⏰

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