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Verónica alisaba la enorme falda abullonada de su vestido blanco, el blanco más claro e iluminado que el diseñador de la familia encargó del extranjero para confeccionar el vestido de bodas. El único que podría asemejarse a la pureza de la novia.

Ella era bellísima. Una virgen inmaculada, una estrella bajada del cielo para ser admirada. Lucinda, la madre de Verónica, sollozaba de emoción al ver a su unigénita, vestida de blanco para ir al altar.

Verónica no era tan sensible como su madre, pero le turbaba en demasía observarla tan conmovida por su matrimonio. Lo que Verónica no sabía era que, aquellas lágrimas que rodaban por las mejillas de su madre, eran por temor. Temor de que volviera aquel misterioso hombre para perturbar sus vidas, y sobre todo, la vida de su hija.

Lucinda se enjugó las lágrimas con un pañuelo y forzó una sonrisa desvaída. Verónica reflejó en su rostro la misma sonrisa, se acercó a su madre y confesó:

—Madre, no sé si este matrimonio sea lo correcto para mí.

Lucinda abrió los ojos con horror, como si las palabras pronunciadas por Verónica fuesen un completo disparate.

—Daniel y tú están destinados a estar juntos, siempre lo hemos dicho.

—Pero es que Daniel y yo no... No lo sé. Somos amigos, ¿pero de verdad me quiere? ¿De verdad crees que me ve como una esposa para él?

—Zarandajas y pamplinas, Verónica —tajó Lucinda, reacia a entender las dudas de su hija—. Desde antes que nacieran, inclusive, Daniel y tú estaban destinados a casarse. Lo decidimos tu padre y yo, lo decidieron los Taltavull, así que deja de perder el tiempo en dudas sin fundamento, y apresúrate; que llegaremos demasiado tarde a la iglesia.

Verónica sintió punzadas en su pecho, la falta de empatía de su madre la acorraló entre la soledad y la confusión. Le dolía no ser comprendida, o tan siquiera, consolada. Verónica se miró una vez más frente al espejo y sintió como su corazón se aceleraba con cada respiración. Las dudas estaban allí, la aprensión a seguir llevando ese vestido blanco, el cual no era más que el preludio de sus próximos minutos, y del cual sería despojada cuando salga de la iglesia con el apellido Taltavull.

En la Iglesia de Lourdes, el ambiente era festivo y expectante. Los invitados se acomodaban en los bancos minuciosamente decorados, murmurando sobre la bella decoración que la familia Taltavull desembolsó para la boda.

Daniel Taltavull aguardaba por Verónica en el altar, y sus labios se curvaron cuando vieron a la preciosa novia caminar por el pasillo acompañada de su padre. La marcha nupcial se reproducía tan fuerte, que Verónica comenzó a hiperventilar. Cada compás golpeaba fuerte en su interior, y su respiración entrecortada la hizo detener a mitad de la caminata. El señor Fernando la miró con preocupación, y Verónica por poco derramó lágrimas al verse en medio de la celebración.

Fernando continuó los pasos, y Verónica no tuvo más remedio que proseguir. Fue entregada en el altar, y un súbito portazo rompió la tensa y romántica atmósfera de la boda. La música se detuvo de inmediato, y los invitados se volvieron hacia la puerta. Los murmullos resonaban en la estancia, y en pocos segundos tildaron al nuevo invitado como el amante de Verónica.

Un alto caballero vestido de negro irrumpió, acompañado de varios hombres que desenfundaron pistolas y rifles sin vacilación.

—He llegado a tiempo —soltó con una sonrisa, y chasqueó los dedos.

Los mercenarios del intruso apuntaron, sin mediar palabra, a todo aquel que se movió hacia ellos. Verónica se paralizó y miró a Daniel, presa del pánico; y Daniel, instintivamente, cubrió a Verónica tras su espalda.

Lucinda no dudó en mostrarse reacia a la incordiante presencia y gritó «¡No!», y como un acto reflejo, fue arrastrada hacia la banca por alguien más.

El misterioso hombre, con una sonrisa siniestra, avanzó por el pasillo, no sin antes mostrar su beretta dorada hacia el novio. No dijo ni una palabra, pero bastó su gélida y amenazante mirada para que los presentes no intervinieran.

—Verónica —llamó y extendió su mano libre—. He venido a salvarte de esta farsa.

—Váyase de aquí —bufó ella, ocultándose más tras Daniel—. Ni siquiera lo conozco.

—Tenemos toda la vida para conocernos.

—¡Lárguese! —volvió a gritar Lucinda, alterada y asustada a la vez.

El hombre la miró con desdén y apuntó su arma hacia ella. Los gritos no demoraron en aturdir la estancia, y disparos sonaron. Las personas se agacharon, y el hombre sonrió complacido.

—Llévensela —ordenó, mirando al mercenario más cercano a él.

Maldiciones y objeciones resonaron en coro; los invitados, impotentes ante la violencia que se desataba frente a sus ojos, miraban horrorizados mientras Verónica era sacada de la iglesia contra su voluntad.

En el rostro de aquel hombre, un brillo perverso de satisfacción bailaba en sus ojos. Era como si hubiera logrado su objetivo más oscuro y ahora saboreaba su dulce victoria. Mientras se alejaban de la iglesia, Verónica miraba hacia atrás con los ojos inundados de lágrimas, observando a su familia deshecha y al altar abandonado.

Pero sin explicación alguna, Verónica experimentó un extraño sentimiento de alivio al ser raptada y dejar a Daniel en el altar.

Oscura LuzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora