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1967

Hubo una época, donde ciertamente las cosas eran más sencillas. Aunque en su tiempo no lo viera de ese modo, creo que todos podemos confesar que queremos retroceder el tiempo a esos días, en nuestra adolescencia, donde lo más difícil era recordar todos los apuntes de la clase de historia o ignorar los comentarios estúpidos del pendejo del salón. En ese tiempo, yo solo esperaba el día de crecer y hacerme la mujer que soy ahora, pero la realidad, esa se cuenta de forma diferente.

Llámenme reina de la nostalgia, inmadura si lo desean, pero no hay un solo recuerdo de mi pasado que no me robe una sonrisa, sin que aparezca él. Mi abuelo.

Desde que tengo uso de razón, Ysaac Malkavein era un viejo viudo y de buen corazón. Con tantas canas en la cabeza como ideas locas en ella. De esos viejos bonachones que te llevan al parque en sus hombros y te compran caramelos hasta reventar con tal de tener una excusa para sentirse jóvenes otra vez, debo reconocer que él se comía la mitad de los que me compraba, no le importaba que por este motivo luego subiera su insulina, mas de una vez tuve que inyectarlo en su estomago justamente por este exceso de azúcar, aun así, ambos nos reíamos por cómo nos veían las personas y recordábamos no volverlo hacer, para que, un mes después, volviéramos a hacerlo.

Al llegar a casa ahí estaba mi madre, con sus brazos cruzados y su ceja arqueada, negando con su cabeza, muy probablemente con la idea de que mi abuelo no tenia remedio alguno. Expresión que se diluía apenas mi abuelo sacaba una caja de chocolates de su chaqueta y esta soltaba una risotada perdiendo la apuesta. Como su hija, el sentido del humor era algo que los caracterizaba a ambos después de todo.

No obstante, así como tuve el placer de conocer la faceta más dulce de Ysaac Malkavein, también puedo afirmar que conocí su lado más fuerte y severo, y esto, gracias únicamente a una mujer, la que sigue siendo para mí, mi ídola, y mi heroína.

Mi abuelo siempre me contaba que su madre era una mujer de carácter fuerte y muy noble, con tantas pecas como ideas inteligentes en su cabeza. Le enseñó como ser un hombre, incluso aunque ella fuese la mujer más femenina y refinada que existiera.

Siempre que mencionaba el nombre de Marie Antoinette Malkavein me imaginaba una femme fatale admirable, muy al estilo de la propia Scarlett O'Hara de lo que el viento se llevó. En secreto siempre fui amante de las novelas románticas americanas, así como de sus películas, pero si mi padre hubiese sabido que me gustaban esas novelas, muy probablemente me hubiera metido en un convento o quizás a un manicomio, para él, los excesos de la vida americana acababan con la juventud, y me aseguró que algún día América estaría sumida en la ruina justamente por sus libertinajes.

No obstante, no lo decía precisamente porque fuese un mojigato religioso, la razón era simple, y es porque mi padre había sido un doble agente durante la segunda guerra mundial, trabajando de la mano de Rusia, y siempre había quedado un tanto resentido de que, dicho por sus propias palabras, la victoria contra los nazis se la habían robado los yankees, y esta idea la habían sembrado ni mas ni menos que con sus películas. Creo que está de más decir que la relación entre mi padre y yo no era muy cercana.

Pero lo cierto era, tal como mi abuelo lo decía a sus espaldas, que papá era un "bueno para nada". Aunque entonces solo podía reírme de las chácharas de mi abuelo, en el fondo temía que tuviera la razón.

—Cuando la bella Emma trajo a tu padre a casa como mejor prospecto de padre, lo primero que me imaginé fue que acababa de rasurar su bigote de fuhrer de su labio superior, y es que, míralo, es tan ario que cada vez que en la calle alza la mano para pedir un taxi me dan ganas de partirle la cara o gritarle Sieg Heil. A ver qué desperdicio de espermatozoide salió de las bolas de tu abuelo paterno cuando tuvo a tu padre...

Bloodmask: Antologia VampíricaWhere stories live. Discover now