Prólogo

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La casa se alzaba sobre el gran valle, a la espera de que alguien clavase sus ojos en ella; las paredes quejumbrosas que un día habían protegido a su familia se desconchaban suavemente con el paso del tiempo. Las grandes vigas de madera, otrora pintadas con cariño, permanecían polvorientas sobre el viejo fogón. Incluso la alfombra del salón levantaba pequeñas nubes de polvo si se posaba un pie sobre ella. Las escaleras crujían si se intentaba ascender al piso superior y amenazaban con derrumbarse antes de que se llegase a la otra planta.

Las habitaciones todavía conservaban las camas de dosel, ahora rotos, con las telas polvorientas deshaciéndose entre nubes de olvido. Las antiguas colchas de terciopelo habían perdido su habitual color y los muebles, tan antiguos como la casa, aunque intactos, acumulaban sobre sus superficies años de abandono.

Si uno recorría atento los pasillos, podía llegar a escuchar lo que aquellas paredes querían contar, si los oídos eran los adecuados, la casa hablaría, despertaría... Permanecía, pese a todo, inmutable, a la espera, condenada casi un siglo al olvido, nada importaban unos días más.

Lo intuía, lo presentía, algo se acercaba. Algo había surgido entre las grietas, una sinuosa esencia que se deslizaba recorriendo lo que un día le había pertenecido.

Los amplios ventanales, otrora hermosos, estaban sucios y algunos incluso rotos, hecho agravado por el abandono, que siempre trae vándalos dispuestos a divertirse con la destrucción. Pero la estructura había permanecido durante los años, bella e imponente, con el aspecto elegante de las viejas casas inglesas. Una escalinata de mármol llevaba al porche, sujeto con hermosas columnas níveas, ahora grisáceas y ajadas. La gran puerta blanca, adornada de sendas cristaleras, el balcón que se alzaba sobre ella. El tejado azabache de doble agua parecía llorar mientras la niebla empezaba a descender sobre el pueblo.

Un joven corrió hacia la entrada con una piedra en la mano, su cabello negro se revolvía sobre su cabeza, mientras reía a carcajada limpia, acompañado por sus dos secuaces, gamberros como él. Iban a ganar una fortuna por subir hasta allí en una noche tan siniestra.

—¡No tienes huevos de tirar esa piedra, tío! —le incitó su amigo, un espigado muchacho de aspecto travieso.

—¿Cómo has dicho? —inquirió ofendido el que sujetaba la piedra.

El otro amigo tragó saliva, le había parecido ver sombras dentro de la casa, pero afirmar tal cosa le haría menos respetable ante sus amigos, así que contuvo el aliento y deseó que Ashton lanzase la piedra de una vez; lo único que quería era salir pitando de ahí.

No era la primera vez que visitaban la vieja mansión de los Kelley, pero esa vez era diferente, algo había cambiado.

La piedra se deslizó entre los hábiles dedos de Ashton y ésta, con todo el impulso que su portador le había dado, silbó en el aire acercándose a la cristalera que iluminaría, sin lugar a dudas, el recibidor de la casa. Ashton se dio media vuelta satisfecho, clavando su mirada en la de sus amigos, éstos, sin embargo, se habían quedado mudos de horror y la palidez había invadido sus rostros. La diversión había dejado de estar presente en ellos y el cabecilla del grupo entrecerró los ojos, interrogándoles con la mirada, pero antes de que pudiera formular la pregunta que pugnaba por salir de su boca, la piedra impactó con violencia en su cabeza.

—¡Ashton, no! —exclamó Landon, el más espigado, sin atreverse a acercarse a su amigo.

—¿A qué esperas, idiota? —farfulló Ryley, avanzando con paso inseguro hacia su amigo, que se había desplomado con un ruido sordo sobre la húmeda hierba—, ve a buscar ayuda...

Landon asintió con la boca seca y echó a correr en dirección al pueblo. Ryley le tomó el pulso a su amigo y suspiró aliviado al comprobar que éste era normal, sin embargo, la herida de su cabeza no ofrecía muy buen aspecto. El joven tomó la piedra entre sus dedos y la observó con cuidado, la punta estaba manchada de sangre y ésta se deslizaba sobre su propia mano, cálida y sinuosa.

El joven quiso lanzarla lejos, pero por alguna razón temía hacerlo, aquella piedra había regresado para golpear a su amigo. La depositó con cuidado en el suelo y volvió a alzar la mirada hacia la casa.

Ésta, envuelta en la niebla que rápidamente les había rodeado, ofrecía su aspecto más fantasmal, pero eso no achantó a Ryley, que sostuvo la mirada impasible. Creyó ver cómo algo se deslizaba sobre la escalinata y se estremeció, sin querer alejarse de su amigo.

Algo parecía susurrar entre la oscuridad su propio nombre y el joven se puso en pie, anonadado, avanzó despacio hacia la casa, hipnotizado por la misma, guiado como un autómata hacia su entrada.

Y así lo encontraron las autoridades, sosteniendo la piedra ensangrentada que él se empeñaría días después en no estar sujetando, admirando la casa con gesto ausente, mientras su amigo permanecía sobre la hierba, totalmente inconsciente. 

Hazey Valley. La reina de la niebla.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora