Dignita

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Desde mis primeros días en ATLAS me enseñaron que las emociones eran inútiles, un sinsentido, y una pérdida de tiempo. Al toparme de bruces con la realidad de este mundo pensé que era una suerte no tener corazón. No me daba cuenta de lo que era aquel alivio en sí mismo. O de que ese sentimiento se acabaría yendo al conocerla a ella.

Ese día nos habían mandado a unos cuantos droides que inspeccionásemos una zona inexplorada. Todos éramos exactamente igual: blancos cual ceniza, ojos oscuros como la noche y pelo negro. Era meramente decorativo, por supuesto, al igual que el habernos dotado de apariencias masculinas o femeninas. Una ilusión creada para la comodidad humana, y no obstante, no dejábamos de ser armas. No se nos concedía ningún tipo de distintivo para diferenciarnos más allá del número que utilizarían para reconocernos bordado en el uniforme. A cada miembro de la unidad se nos asignaba una tarea cada vez y un par de armas de fuego y blancas. Esa vez no fue distinta.

Bajábamos de la nave en el ascensor cuando sonó un ruido extraño. Acto seguido, un chirrido, y una explosión.

La placa del ascensor salió despedida, y nosotros con ella. Rodé por el suelo como un muñeco de trapo, clavándome todas las piedras del camino en la piel sintética y finalmente choqué contra unos escombros de la antigua civilización. El impacto fue tal que mi batería se agotó de un soplido y todo se volvió negro.


Cuando la batería se hubo recargado, ya estaba allí, en una vieja mesa de cirugía de un búnker subterráneo del enemigo, con el cuerpo completamente desarmado. Solo conservaba parte de mi torso y la cabeza. Ni siquiera me hizo falta hacer una evaluación. La situación era peor que catastrófica, y las órdenes en esos casos eran claras. Inmediatamente, envié una orden de autodestrucción a mi sistema. Pero este no respondía. Estaba inhabilitado.

-Por mucho que lo intentes, no te servirá de nada -dijo una voz a mi lado.

Su dueño se acercó a la mesa. Era un señor fornido, de cabellos y barbas largas y castañas. Vestía una camiseta costrosa llena de agujeros y manchas de aceite. Entre sus dedos sujetaba, completamente aplastado, el chip que me permitía autodestruirme.

-No eres la primera de los tuyos que capturamos, Unidad N1T4 -lo último lo dijo con retintín-. Nos ha costado varios intentos, pero ya sabemos cómo funcionáis.

Me quedé callada. En ese momento no tenía nada que hacer.

-¿No te preguntas siquiera dónde están el resto?

Sí. Pero preguntar no habría servido de nada.

-¿No quieres saber para qué te queremos?

Aparté la mirada y la fijé en la bombilla del foco que me alumbraba. Un mosquito parecía intentar atravesar el cristal.

-Tus compañeros están todos muertos -me susurró al oído.

-Las Unidades Droide creadas por ATLAS no pueden morir. Solo dejan de funcionar y servir -dije. Mi voz sonó extremadamente aguda.

El hombre soltó una carcajada.

-Sí, definitivamente no sois más que meras máquinas. La tortura o la conversación no funcionan con vosotros. No soltarás prenda. Igual podemos hacernos unas bonitas herramientas contigo, ¿qué te parece?

De nuevo, no dije nada.

-Como quieras.

Abandonó la habitación entre risas, y yo sentí crisparse los tornillos de mi mandíbula. Llevaba un rato apretándola demasiado y no me había dado cuenta. Cerré los ojos. Había cinco palabras que surcaban fugaces entre mis datos. Con cada instante que transcurría esas palabras iban tomando más forma y más fuerza hasta que finalmente se deslizaron por mi lengua cual líquido:

© DignitaWhere stories live. Discover now