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Dulces madrugadas.

El corazón herido de Roier lo llevó a meterse en todas las casas con luces parpadeantes y bocinas explotadas por el volumen alto.

Ya ni siquiera sabía en casa de quién estaba.

Todo era igual.

Una manga de adolescentes y adultos jóvenes que se arremolinaban como hormigas con agua azucarada en las locaciones más cuestionables que se pudiera imaginar. Si estuviera sobrio o tal vez un poco menos ebrio ni de chiste entraría a esos lugares. Pero la razón y la vergüenza eran cosas que perdía con un par de copas de whisky o ron, le daba igual, cualquier cosa que le mareara le venía bien. Aún si fuera una botella de gel antibacterial.

Se aferró a su vaso rojo como si fuera un cáliz de oro y se abrazó a sí mismo en el suelo sin esperanza ninguna. Recordaba aquel verano en el que seguía estando enamorado de aquel hombre que le destrozó el corazón. De eso habían pasado ya cuatro veranos horribles y alargados.

Aún seguía intentando borrar todas esas memorias hermosas de cómo se arrastró como un imbécil por una persona que nunca lo amó y que menos se interesó en él, pero no podía hacer mucho. Ya necesitaba curar el corazón, aunque el amor no se encontrara en las fiestas de ocasión. Mucho menos cuando estaba a punto de desmayarse del asco, estómago lleno de alcohol y la cabeza llena de pensamientos catastróficos de su muerte prematura.

Miró el móvil con un rostro que fácilmente podría parecer de un hombre abandonado hace años, la ropa mal puesta y las ojeras marcadas de sus noches de no dormir bien mientras se inventaba escenarios donde las cosas salían bien, o dónde encontraba las palabras que debió decir cuando tuvo tantas peleas. Pudo haberlas ganado todas si acaso se le hubieran ocurrido esas contra respuestas.

Miró de nuevo, olvidándose de qué era lo que iba a hacer.

Luego se golpeó la cara con una sonrisa psicótica y deformada que no pudo ocultar. Estaba jodido, jodidísimo. Y muy ebrio.

Abrió la aplicación para pedirse un taxi. Se le olvidó que había llegado en auto, de hecho, ni siquiera recordaba que tenía uno. Miró atentamente su dirección escrita y apretó la pantalla para empezar el proceso y buscar un conductor.

Se quedó un par de minutos mirando la pantalla que le quemaba las retinas porque olvidó cómo bajar el brillo, luego sonrió cuando apareció el conocido mensaje.

"El socio conductor está en camino."

–Notardes, pendejo. —rio, solitario. –No, perdón por el insulto. Es que quiero ir a casa a dormir.

Se estaba disculpando una y otra vez con la foto del hombre en la pantalla, pensando que podía escucharlo y quizá lo rechazaría. Se levantó cuando observó que el auto estaba afuera de la casa.

Chevrolet Aveo.

–Qué mamada, siempre me toca irme en uno de esos. —gruñó, meneándose entre la multitud para salir.

Roier olvidaba que, de hecho, esa era la marca y modelo de su propio auto. Era un idiota.

Caminó decidido hasta cruzar el umbral de la puerta y se despidió de todos como si los conociera. Se acercó hasta la acera y abrió la puerta del auto, entrando en la parte trasera y cerrando de un portazo.

–¿Eh? ¿Roier? —el hombre lo miró totalmente confundido.

–Perdón, no fue una muy buena noche. —arrastró sus palabras. –Ya podemos irnos.

El hombre parecía confundido, pero obedeció sus palabras esperando que no vomitara el asiento de piel.

–¿Estás bien, Roier? —escuchó entre sueños.

¡Taxi! / GuapoduoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora