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"¿Por qué no puede todo ser tan simple como un menú?"

Era lunes y el sol estaba comenzando a teñir el cielo, pero la neblina aún abrazaba la orilla del lago. La frescura de la mañana se mezclaba con la emoción de explorar la ciudad sobre dos ruedas.

Daniel pedaleaba su bicicleta tan rápido que a menudo se perdía en el horizonte, cubierto por el manto de la neblina, luego volvía a aparecer, haciéndome un gesto con la mano para que me diera prisa.

Nos detuvimos junto a un viejo puente. Daniel sacó un cigarro del bolsillo.

—¡Por Dios! Era justo lo que necesitaba —exclamé, cuando el cigarro rodó en la palma de mis manos.

A menudo, cuando nuestros caminos para ir al colegio se cruzan, solemos venir aquí, ya sea para relajarnos o escondernos un rato del ruido de a fuera.

—Lucas, ¿alguna vez te has preguntado si las patas de las aves se cansan cuando vuelan todo el día? —preguntó Daniel, desviando momentáneamente la atención del humo de su cigarro hacia un grupo de patos salvajes que planeaban sobre el agua.

—No, pero ahora estoy pensando en ello. ¿Tú tienes alguna teoría sobre eso? —respondí, siguiendo su mirada hacia los patos y preguntándome cómo habíamos llegado a semejante tema.

—Claro, creo que se toman descansos en árboles invisibles. —propuso Daniel, señalando un área en el cielo con gran seriedad.

El sonido de las aguas era simplemente hermoso, pero había algo en el ambiente o quizá en mí que no me permitía disfrutar la mañana como solía hacerlo con mi amigo de infancia. No quise pensar en eso, así que, luego de un largo silencio, pregunté:

—Oye, ¿sabes qué tiene este lago de especial? —señalé hacia la neblina que danzaba sobre las aguas.

Daniel centró su mirada en el horizonte, el viento despeinando su bien cuidado cabello. Conocía bien ese lago, y sabía que comenzaría con sus comentarios sobre sirenas y otras historias fantásticas que inventábamos juntos.

—Es como la entrada al reino de las sirenas, solo que con menos escamas —respondió con una sonrisa socarrona, anticipándose a mi sentimentalismo. Él sabía que iba a mencionar los momentos bonitos que compartimos allí, pero solo como amigos, claro, porque enamorarse de tu único amigo no era la mejor idea. O al menos eso aprendí después de un par de intentos fallidos.

Nuestra siguiente parada nos llevó al pequeño rincón de la tía Leonor. Mientras ella desplegaba los taburetes y limpiaba las mesas húmedas por la neblina, Daniel me pidió que pagara por él, con la elegancia de quien ha descubierto un atajo en el arte de ser sutil.

Colaboré con la tía Leonor para asegurar una chapa rebelde que protegía la comida de los embates del viento. No sabía exactamente cuándo esta mujer entrañable se convirtió en una figura crucial para nosotros, pero su puesto era un faro en nuestra travesía matutina.

Cuando mi mamá se fue, mi papá, en modo depresión activada, descubrió el rincón de la señora Leonor. Surgió un pacto: sus habilidades de constructor serían el regalo para su modesto puesto, y ella nos alimentaría con sus delicias culinarias. Todo era perfecto hasta que mi papá decidió que también era un chef prodigioso y que podría preparar el almuerzo él mismo.

—Tía, quiero brochetas de pechuga de pollo y un toque de té de manzanilla —pedí, marcando mi pedido en la libreta gastronómica imaginaria.

—Y yo, una empanada de carne seca con su respectivo jugo de ciruelas, tía —añadió Daniel, cuyo aprecio por la ciruela parecía ser recíproco.

¡Estúpido sirviente! [Gay]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora