OLIVIA

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—¿Qué es eso? —preguntó Hazel.

Habíamos llegado a nuestro próximo destino: Venecia. El Argo II estaba atracado en un concurrido muelle. A un lado se extendía un canal de navegación de aproximadamente medio kilómetro de ancho. Al otro se abría la ciudad, repleta de tejados de tejas rojas, cúpulas metálicas de iglesias, torres con chapiteles y edificios blanqueados por el sol con los colores de las tarjetas de San Valentín: rojo, blanco, ocre, rosa y naranja. Por todas partes había estatuas de leones: encima de pedestales, sobre las puertas o en los pórticos de los edificios más grandes. Parecían ser la mascota de la ciudad.
Pero, sin lugar a dudas, lo más relevante era que en lugar de calles, había canales verdes que se abrían paso entre los barrios. Todos atascados por lanchas motoras. A lo largo de los muelles, las aceras estaban atestadas de turistas que compraban en los puestos de camisetas, desbordaban las tiendas y pasaban el rato en las áreas de cafés con terraza, como manadas de leones marinos. Había muchos turistas, así más que en Roma, pero eso no era lo más importante.

Nos habíamos reunido en la barandilla de estribor para observar las docenas de extraños monstruos peludos que se apiñaban entre la multitud. Cada monstruo era del tamaño de una vaca, con la espalda encorvada como un caballo doblegado, enmarañado pelo gris, patas huesudas y negras pezuñas hendidas. Las cabezas de las criaturas parecían demasiado pesadas para sus pescuezos. Tenían largos hocicos, como los de los osos hormigueros, inclinados hacia el suelo. Sus descuidadas melenas grises les tapaban los ojos por completo.
Los turistas se separaban a su alrededor, despreocupados. Unos pocos incluso lo acariciaban. La figura de uno de los monstruos parpadeó, y se convirtió en un sabueso viejo y gordo.

Jason gruñó.
—Los mortales creen que son perros extraviados.

—Mi padre rodó una película en Venecia. Recuerdo que me dijo que había perros por todas partes. A los venecianos les encantan los perros. —explicó Piper.

—Pero ¿qué son? —preguntó, repitiendo la pregunta de Hazel—. Parecen... vacas hambrientas con pelo de perro pastor.

Esperó a que alguien se lo aclarara. Nadie ofreció la más mínima información porque nadie parecía saber exactamente que era eso. Ni siquiera yo, para sorpresa de muchos. Había visto muchos monstruos, había leído sobre toda clase, pero aquellos monstruos...no tenia ni la más remota idea de lo que eran.

—Tal vez sean inofensivos —propuso Leo—. No hacen caso a los mortales.

—¡Inofensivos! —dijo Gleeson Hedge riéndose. —Valdez, ¿cuántos monstruos inofensivos hemos visto? ¡Deberíamos apuntarles con las ballestas y ver lo que pasa!

—Oh, no —dijo Leo, alejando al sátiro de la ballesta.

Había demasiados monstruos. Sería imposible apuntar a uno sin causar daños colaterales entre las multitudes de turistas. Además, si cundía el pánico entre los monstruos y huían en desbandada...

—Tendremos que andar entre ellos y confiar en que sean pacíficos —dijo Frank, aunque la idea no le hacía ninguna gracia—. Es la única forma de que localicemos al dueño del libro. ¿Dónde debíamos llevarlo?

—A Triptólemo, en La Casa Nera, Calle Fresseria. —indiqué.

—Yo se dónde está. —indicó Nico, parecía ser el menos entusiasta por encontrarnos allí. Si mal no recordaba, Nico era de aquella misma ciudad.

Aunque no sabía si era porque quería llegar a La casa de Hades lo más pronto posible y salvar a Percy y Annabeth, o porque la última vez que estuvo en Italia era un niño pequeño, aún tenía a su madre y a su hermana y eran felices. No debía ser fácil volver a encontrarse allí, sin una de sus personas más queridas y con una enorme carga emocional y física.
Podía comprenderlo, desde que metieron a mi padre en prisión, jamás le había ido a hacer una visita. Seguía resentida con él, cómo me abandonó por mi niñera e hizo todas aquellas ilegalidades. Si no le visitaba, mejor para mi.

χαρμολύπη [Charmolipi]Where stories live. Discover now