2. Despedida

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Una palada y mi corazón se detiene.

Dos paladas, y seis años de mi vida se van con ellas.

Tres paladas más y la vida que tanto anhelé se hunde bajo esa misma tierra que va cubriendo la madera, bajo la que estoy perdiendo al único hombre que amé verdaderamente y que se está llevando todo lo que soñé a futuro: el amor, la felicidad, las tardes de risas, las noches de abrazos viendo una película... Los hijos que queríamos tener. La vejez, que ya no va a encontrarnos juntos.

Como una ráfaga —exageradamente rápida e insoportablemente dolorosa—, la historia que compartimos se proyecta dentro de mi cabeza y la angustia me desborda. Me arranca un grito ahogado; que apenas si alcanza a escucharse, antes de perderse en el aire que apesta a arreglos florales pudriéndose en las tumbas de los alrededores.

Mi padre viene a rodearme en su abrazo para contenerme y escondo la cara contra su pecho, para no ver cómo acaban de tapar la sepultura. No es hasta que ponen las coronas sobre la pila de tierra, que vuelvo a mirar. Ya no hay nada de Esteban allí. Ya no me queda absolutamente nada.

—Es hora de irnos —murmura mi padre después de unos cuantos minutos; en los que solo me dediqué a observar la tumba, sin verla en verdad.

No quiero marcharme. Quiero quedarme aquí mismo, donde estoy de pie ni sé cómo, hasta que la pérdida del amor de mi vida deje de doler como no lo hecho nada más en toda mi existencia.

—Hija —murmura mi madre, con la mano apoyada sobre mi hombro.

Sé que me llama para ayudarme a aceptar la idea de abandonar este sitio, pero no quiero prestarle atención. No quiero que nadie me convenza de que debo regresar a casa y continuar con mi vida como si la muerte de Esteban no me hubiese quebrado en minúsculas partículas, que solo saben doler.

—Él no habría permitido que te dejes vencer por una pérdida —afirma mi hermano, con una seguridad que me sacude hasta la fibra más íntima y me obliga a abandonar mi semiinconsciencia para verlo.

Tiene la cabeza gacha; igual que la ha mantenido durante todos estos días, desde que la noticia de la muerte de Esteban nos golpeó con inusitada crueldad.

—Él no estaría nada feliz viéndote así —añade y sé que es cierto, que al hombre que acabamos de sepultar no le habría gustado verme tan rota como estoy justo ahora y que yo debería sacar fuerzas de dónde sea para otorgarle la despedida que merece.

Sin pronunciar palabra —y sin dejar de llorar—, enderezo mi postura y me aparto de mi padre un par de pasos. Le echo una última mirada a la pila de tierra cubierta de coronas de flores y, desde lo profundo de mi corazón, le digo adiós en mi mente al hombre que descansa en paz debajo de ellas.

«Gracias por ser parte de mi vida —le dedico—. Gracias por amarme y permitir que alentara sueños contigo. Te llevo en mi corazón. Para siempre, como lo fue nuestro amor».

No sé si es el brazo que mi padre pasa sobre mis hombros el que me guía o si son mis pies dando pasos por propia voluntad; lo cierto es que comienzo a hacer el camino de regreso hacia el portal del cementerio.

Alguien se ha tomado la molestia de traer nuestro auto hasta frente mismo de las escalinatas de mármol. Antes de que pueda darme cuenta de que sucede, me encuentro sentada en el asiento trasero, acompañada por Adrián. Mi hermano estira su brazo y entrelaza sus dedos con los míos, en un gesto que —creo— intenta mostrarme apoyo y consuelo al mismo tiempo.

Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos; quiero dormir. Dormir y olvidarme de que ya todo ha terminado; que no habrá mañana con Esteban despertándome con mensajitos llenos de puros emoticonos o fotos con frases que solía sacar de no sé dónde.

Corazón en llamasWhere stories live. Discover now