Capítulo I: La prometida solitaria

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Caminaba por los largos pasillos del castillo, rumbo a la sala de audiencia

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Caminaba por los largos pasillos del castillo, rumbo a la sala de audiencia. Hoy estaba previsto que desayunara con el príncipe Tristán. A mi lado, Lady Rosalind, mi dama de compañía y amiga, avanzaba con paso seguro. Con su piel alabastrina y su cabello rojo como el fuego, era una de las pocas personas en este lugar con las que realmente me sentía a gusto.

Me detuve un momento para observar el entorno. Los pasillos estaban decorados con tapices de colores vivos, representando escenas de cacerías y festividades reales. Candelabros de bronce colgaban del techo alto, y las ventanas dejaban entrar la luz del sol, creando un juego de sombras sobre los suelos de mármol pulido. Era un lugar majestuoso, pero a veces me parecía demasiado frío y distante, como el propio príncipe.

Llevaba un vestido de satén azul claro que me llegaba hasta los tobillos, adornado con encajes plateados en las mangas y el escote. Mi cabello negro, cuidadosamente peinado en un elaborado recogido, contrastaba con mi pálida tez. Mis ojos grises, serenos y profundos, revelaban una tristeza que intentaba ocultar tras una sonrisa educada.

Al llegar al comedor, los sirvientes se apresuraron a acomodarme en mi lugar. La mesa estaba decorada con vajilla de porcelana fina y cubiertos de plata. Frutas frescas, panecillos recién horneados y jarras de jugo se alineaban perfectamente en el centro. Sin embargo, a pesar de la opulencia, no podía evitar sentir un vacío en mi corazón. El rey y la reina estaban ausentes, ocupados con sus deberes reales, y Lady Rosalind, siguiendo las normas del protocolo, se retiró a otra sala para desayunar, ya que los sirvientes y los miembros de la realeza no podían compartir el mismo espacio durante las comidas.

Me senté en mi lugar, observando cómo los sirvientes se movían en silencio a mi alrededor. El comedor, a pesar de estar lleno de actividad, me parecía desolador. Sentía la ausencia de calidez y afecto, especialmente del príncipe Tristán. Desde que nos comprometimos, él siempre había sido distante, y aunque yo estaba profundamente enamorada de él, parecía que para Tristan, yo no era más que una obligación.

Poco después, las puertas del comedor se abrieron de golpe y el príncipe Tristán entró. Su cabello castaño oscuro estaba ligeramente desordenado, y su piel blanca brillaba con el sudor del ejercicio matutino. Sus ojos azules, fríos y distantes, apenas se posaron en mí mientras se acercaba a la mesa. Vestía una camisa de lino blanco, ahora pegada a su cuerpo debido al sudor, y unos pantalones de montar negros que acentuaban su figura atlética.

Intenté ocultar mi nerviosismo mientras el príncipe tomaba asiento frente a mí. Busqué algo que decir, alguna manera de romper el hielo y quizás acercarme a él, aunque fuera solo un poco.

—Buenos días, mi príncipe. ¿Cómo estuvo tu cabalgata esta mañana? —pregunté con una sonrisa esperanzada.

Tristan levantó la mirada hacia mí por un breve instante, su expresión impasible.

—Bien —respondió lacónicamente antes de centrarse en su desayuno.

Sentí que el corazón se me encogía. Quería tanto hablar con él, conocer sus pensamientos, sus sueños, pero cada intento parecía chocar contra un muro de indiferencia. Me concentré en mi propio desayuno, tratando de no dejar que la tristeza se refleje en mi rostro. En este majestuoso castillo, rodeado de lujo y esplendor, me sentí más sola que nunca.

La prometida de ÉbanoWhere stories live. Discover now