Capítulo IV: Bienvenidos sean

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El comedor principal del castillo era un salón grandioso, digno de la realeza. Las paredes estaban adornadas con tapices históricos que contaban las glorias del reino, y grandes candelabros de cristal colgaban del techo alto, iluminando la habitación con una luz cálida y suave. La mesa de banquetes, de madera oscura y pulida, se extendía a lo largo del salón, rodeada por sillas con cojines de terciopelo rojo. En el centro de la mesa, candelabros dorados y arreglos florales añadían un toque de elegancia.

El rey me había citado a una cena familiar, donde estarían los reyes, el príncipe Tristan y, para mi alegría, también había invitado a mi madre, la duquesa Isabelle. Hacía más de un mes que no veía a mi madre, ya que desde que vivo en el palacio, ella se dedica a viajar por todo el reino. Sin embargo, ahora se quedaría una semana en el palacio, ya que en dos días sería mi cumpleaños.

Estaba en la sala adyacente al comedor cuando llegó mi madre. Era una mujer de 40 años con un porte elegante y sofisticado. Llevaba un vestido sencillo, pero de buen gusto, y su cabello negro, salpicado de canas, estaba peinado en un moño suave. Llevaba pocas joyas, solo unos pendientes de perlas y un anillo sencillo, pero su presencia siempre irradiaba una dignidad innata.

—Madre —dije, corriendo a abrazarla.

Ella me envolvió en sus brazos y acarició suavemente mi cabeza.

—Mi querida Elara, ¿cómo has estado? ¿Te han tratado bien? —preguntó con ternura.

Respiré hondo, tratando de mantener una sonrisa complaciente. Pensé en todo lo que había pasado con el príncipe Tristan y los problemas en la frontera, pero me limité a decir:

—He estado mucho mejor que nunca, madre.

Antes de que pudiera decir más, la puerta se abrió y entraron la reina Izadora y Tristan. La reina, como siempre, estaba impecablemente vestida, y su presencia llenaba la sala. Tristan, por otro lado, lucía tan apuesto como siempre, pero su mirada fría no pasó desapercibida.

—Buenas noches, duquesa Isabelle —dijo la reina con una sonrisa cortés—. Es un placer tenerla con nosotros.

—El placer es mío, majestad —respondió mi madre con una reverencia.

—Tristan, acompaña a Elara y a su madre al comedor —ordenó la reina, dirigiéndose hacia la mesa.

Tristan asintió y me ofreció su brazo. Acepté su gesto, aunque con cierta reticencia, y nos dirigimos al comedor principal. Mi madre caminaba a mi lado, observando todo con su mirada aguda.

—Espero que disfruten de la cena —dijo Tristan, rompiendo el silencio.

—Estoy segura de que será una velada maravillosa —respondí, esforzándome por mantener la conversación ligera.

Mientras nos sentábamos a la mesa, no pude evitar sentir una mezcla de emociones. Estaba feliz de tener a mi madre cerca, pero la tensión con Tristan y las preocupaciones sobre el futuro seguían pesando en mi corazón. La cena familiar prometía ser interesante, y solo podía esperar que todo saliera bien.

Tristan se acomodó a mi lado en silencio. Sentí una punzada de disgusto y, sin poder evitarlo, hice un gesto que Tristan captó de inmediato. Mi madre y la reina comenzaron a hablar entre ellas, sumidas en una conversación animada, como si fueran las únicas personas en la habitación. Estábamos esperando la llegada del rey, y el ambiente era tenso.

Tristan se inclinó hacia mí, acercándose tanto que su aliento rozaba mi oído.

—¿Está todo bien entre nosotros? —me susurró.

Asentí, sin confiar en mi voz, y miré hacia mi plato, deseando que la cena terminara pronto. De repente, un mechón de mi cabello se soltó de su trenza. Cuando estuve a punto de acomodarlo, sentí la mano de Tristan en mi mejilla. Con suavidad, colocó el mechón en su lugar, sus dedos rozando mi piel con una delicadeza inesperada. Levanté la mirada y me encontré con sus ojos, fijamente mirándome.

La prometida de ÉbanoWhere stories live. Discover now