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Los destellos de las cámaras que toman fotografías sin su permiso le lastiman la vista, aceleran su corazón a un ritmo frenético que pone sus nervios de punta. Se supone que nadie sabía en dónde estaba ese día.

A pesar de su especial talento para las huidas espontáneas, su caminar es errático, porque está perdido en una ciudad que no conoce y es fugitivo de su propia fama. Un arma de doble filo.

Esa tarde no hay sol. Es un día de lluvia, un día de llanto, cuyo cielo gris lo envuelve en sueños borrosos que, todavía a sus veintitantos, le roban la calma en cada oportunidad.

No puede estar más tiempo bajo el agua, no la soporta empapando su rostro y desvelando su alma. Por si no fuera poco, su corazón, testarudo y ruidoso como él mismo, comienza a gritarle que huya lejos, que corra rápido de esa sombra que lo acecha en sus pesadillas, y eso hace.

Sus zapatillas deportivas salpican agua por todas partes, pero no aminora el ritmo. Tiene escalofríos cada tanto, normal con el tempestuoso y cambiante clima de Junio. Además, sus pulmones arden, al igual que su nariz; es el aire frío que entra y sale con sus bocanadas desesperadas e irregulares.

Aunque se siente perdido y al borde del abismo, el único edificio con luces encendidas resplandece frente a él como su salvavidas.

El joven de ascendencia francesa ni siquiera lo piensa, simplemente cruza la puerta y la cierra con un estruendo. Nadie le ha visto entrar ahí, al menos eso es lo que piensa él, así que se permite tomar todo el aire que pueda hasta que, lentamente, su cuerpo vuelva a la vida otra vez.

—¿Caballero? —aquel hombre detrás de la barra le llama en un serio tono repleto de confusión—. El letrero de la entrada indica el horario de apertura. Ahora mismo el lugar está cerrado.

El joven se gira hacia él, falto de aliento, y sólo entonces nota que aquel sitio es un lugar elegante. De hecho ha entrado al bar más popular y cotizado del centro de la ciudad sin siquiera darse cuenta.

—Lo siento... —murmura en un jadeo.

En esa desesperada búsqueda de aire, se retira la mascarilla negra que cubre la mitad su rostro, al igual que la gafas de sol. Ambos son un disfraz vago y poco elaborado, pero necesario.

—¿Podría esperar aquí un momento? —pide él—. No me gustan los días de lluvia.

El hombre que parece ser dueño del bar, con una postura rígida e imponente, abandona las sombras para acercarse hacia quien pide refugio de la manera más inusual.

Esa cercanía, a la vez distante y cautelosa, le permite admirar que quien rompe sus reglas está completamente empapado.

Desde sus zapatillas coloridas que dejaron marcas sobre la entrada hasta la camisa rosada que gotea sin parar, su mirar celeste asciende cuidadosamente hasta encontrarse con un par de ojos bicolor, uno verde, el otro azul, que le roban el habla, y sólo bajo la tenue luz que ilumina el lugar, el joven dueño del bar advierte que su cabello rubio, además de empapado, cae hacia un lado en una cresta ondulada semejante a una cascada.

—Por favor, sólo hasta que deje de llover —insiste él con voz suave, aterciopelada.

Y por alguna extraña razón, el otro no puede decir que no, pero tampoco responder correctamente, así que sólo asiente en silencio.

—Gracias... —el alivio en su voz es cálido, como una brisa de verano que apenas alcanza al dueño del bar al preguntar—. Lo siento, ¿cuál es su nombre?

Un par de labios pálidos como el papel y delgados como una daga filosa se entreabren apenas, pero no emiten palabra, pues el sonido de llamada proveniente de un bolsillo ajeno hace eco en la estancia.

Ʈᖾoᥙ⳽ᥲᥒᑯ Ꙇɩƒᥱ'⳽Where stories live. Discover now