1. El hombre que no creía en la magia

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Aquel sábado fue para Jaime un enfrentamiento contra la procrastinación y la pereza. Despertó con una aguda molestia gracias a la poca amena tarea de cambiar su sitio de trabajo en una mudanza poco planeada. Sentía como a sus huesos les costaba sostenerlo, tenía el cerebro en automático y deseaba ver una película en casa sin mayores preocupaciones.

—¿Ya leyó el horóscopo de hoy, doctor? Viera lo que me ayuda leer el mío apenas me despierto —dijo Aurelia, su arrendadora a un paso de no serlo.

«Ayuda... cómo no» pensó con hastío.

La mujer hablaba a la ligera, una mala costumbre de alguna gente poco reflexiva. No obstante, para él ayudar a las personas implicaba un serio compromiso. Iba más allá de dar una mano incierta o emitir unas palabras de ánimo; no se comparaba con unas líneas impresas de una revista de adquisición fácil, creada para entretener y simplificar el mundo de forma irresponsable. 

Por eso decidió estudiar psicología, para brindar un sostén cuando no queda aliento: un empujoncito, como solía pensarlo. Una descarga de satisfacción lo inundaba al ver de cerca como sus consultantes soltaban el agobio y lo convertían en asertividad para tomar las mejores decisiones tras algunas sesiones. 

Ayudar, pero de la manera correcta. Admitía, con cierta vergüenza, el desprecio que llegó a sentir por las personas que vendían soluciones mágicas a problemáticas complejas.

Igual que su tío Rafael y su negocio de plata coloidal para curar casi cualquier enfermedad. ¿A cuántos incautos mató? Jaime esperaba que no muchos, pero seguro que a sanar tampoco ayudó a ninguno.

Su madre era otra igual, su insistencia en que él tenía una curiosa energía espiritual amargó su infancia y parte de la adolescencia.

"Si de chiquito mi Jaime veía a los malos espíritus, nada más que ya no se acuerda", contaba ufana a las vecinas. La fantasía lo fastidió mucho y, a pesar de los años transcurridos desde aquellas afirmaciones sin fundamento, no podía ir a la casa materna sin escuchar al menos una vez la misma historia.

Él no era ningún brujo o chamán, suficiente se quemó las pestañas para alcanzar una formación científica real. Para eso se había asegurado no solo de optar por la rama de la psicología que le pareció mejor sustentada con evidencia, sino que seguía actualizándose.

—Lástima que se vaya, con lo cumplido que es.

Aurelia insistía en agobiarlo con su plática, Jaime era consciente de que a la gente le gustaba hablar con él. Con el tiempo había desarrollado una escucha activa que se volvió su mejor herramienta de trabajo. Por desgracia en ese momento, no tenía ganas de escuchar nada que no fuera el ronroneo del motor de su auto arrancando lejos de ahí.

—A veces es bueno cambiar y el nuevo consultorio queda más cerca de mi casa —explicó.

Una mentira, pero tampoco podía pagar la renta que pretendía Aurelia. Una subida anual era aceptable, duplicar el costo anterior un sin sentido, y encima avisarle a días de renovar el contrato, como para meterla presa.

A pesar de tener la agenda llena casi todos los días, seguir estudiando y estar pagando un automóvil no le dejaba mucha opción. Ante el aprieto a su economía, pensó consultar en la casa que rentaba, pero había varias cosas que se lo impedían.

Uno, creía que los espacios debían tener un solo propósito.

Dos, si no salía de casa no había forma de que su día se pusiera en marcha.

Tres, su primo Memo... Ese desgraciado al que su madre lo obligó a recibir cuando se fue a estudiar a su ciudad. Memo y su desorden, Memo y su novia usando la casa como motel, Memo y su música alta.

¿Y si me analizas y yo a ti? #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora