3. Malacariento y charlatana

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Jaime llamó al señor Rodríguez para aclarar aquel malentendido y el hombre les rogó que esperasen en la casa un par de horas. Pero el hambre atroz del terapeuta se negaba a ser paciente; por el escándalo al nivel del estómago, seguro una tripa se comería a la otra. De reojo, observó a su acompañante caminar irritada de un lado a otro en la sala de espera vacía y con aroma a yeso.

—¿Ya comió? —preguntó, restándole importancia.

—No.

—Es tarde.

—Lo sé, pero mejor esperamos aquí al señor Rodríguez.

Él sacó el celular del bolsillo de su pantalón y resopló.

—¿No le parece que es mejor hacerlo comiendo? Los tacos de enfrente son muy buenos.

No lo dudaba, pero...

Caminó, dibujando un nuevo círculo entre la puerta de la cocina, la del baño y el centro de la sala. Se paró en seco, levantó el brazo hasta llevar su mano cerca a la boca y se mordió el dedo pulgar que estiró en un reflejo. Sospechaba que la confusión era un engaño y no se perdonaría de caer en alguna trampa.

—Si usted prefiere esperar aquí, no tengo problema. Yo estaré comiendo —anunció Jaime, encaminándose a la salida.

Siguieron un par de segundos de indecisión antes de que Julia saliera disparada detrás de él. Lo alcanzó en la acera, a punto de cruzar la avenida.

—Oiga, ¿cómo dijo que se llama?

—Jaime.

—Jaime, claro, sí quiero ir a comer... ¿Está seguro de que usted también tiene un contrato?

Una mirada gélida y afilada se clavó en ella.

—Si sigue dudando, quédese aquí, eso no hará que mi contrato sea menos legítimo que el suyo.

A pesar de la escasa amabilidad en su tono, Jaime se quedó prendado de la contracción en el entrecejo de la mujer. Contó hasta diez y reconoció algo de lo que sucedía en ella; las emociones básicas son difíciles de ocultar.

—He tenido una mañana larga y una semana peor, solo quiero comer. Le juro que no soy ningún delincuente.

—No lo pensé —«Claro que sí».

Ser sincera no tenía caso. Suspiró para aliviar los músculos endurecidos y aceptó; aunque los tacos no fueran a desaparecer el desastre, tal vez le ayudarían a amansar las punzadas en las sienes.

Con las caras largas y sumidos en un silencio tan tirante como la economía del país, la pareja atravesó el río de pavimento parchado, cuidándose de no ser atropellados. Llegaron al bulevar arbolado a mitad de la avenida y se aventuraron juntos hasta llegar al otro lado en perfecta sincronía, una de la que no se dieron cuenta.

Al ir junto al malacariento, como lo bautizó en los anteriores minutos, Julia quiso retractarse y dejarlo ir solo. Que tarde se daba cuenta de que aquello era un error, más allá de la posibilidad de un engaño.

¿Cuánto hacía que no se daba el lujo de comer en un lugar decente? Había una razón, la misma por la que su dieta de los últimos meses se transformó en un desfile de sándwiches, sopas aguadas, quesadillas y una que otra comida callejera con más grasa que proteína. Ni recordaba el sabor de un refresco, demasiado para alguien con finanzas desastrosas.

Para deshacerse de fatídicas predicciones, se repitió cual mantra que las cosas pasaban por algo y que no debía temer. Por más que esa actitud optimista no le hubiera ayudado, era lo único que la motivaba a seguir intentando cumplir un sueño de juventud.

¿Y si me analizas y yo a ti? #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora