La maldición de los inocentes

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Encontrábame reposando tranquilamente en el bosque bajo mi sauce favorito, cuando vi llegar a un muchacho andrajoso con un papel mojado en la mano.

Creo que pensó que yo le podía ayudar. Me dijo que se llamaba Tom y que era grumete en el Aquerón, anclado a pocas millas de Oculta. Había alcanzado la playa nadando, porque la barca que le llevaba a tierra había zozobrado por culpa del arrecife. Eso fue justo antes de que robase el mapa al capitán. Al parecer, lo acompañaban éste, el segundo de a bordo, el timonel, el contramaestre y dos marineros. Solo quedaban ellos siete. La mitad de la tripulación había fallecido por botulismo y disentería hacía tres meses; y la otra mitad, debido a una tempestad monstruosa.

Todos conocían la existencia del oro. Tom pretendía ser el primero en llegar a él, así que no tuve más remedio que ponerme a trabajar. Empecé por contarle lo que no pone en el mapa: que el tesoro está maldito, lo que significa que nadie puede poseerlo. Así lo decidieron los padres de mi clan, quienes, hace cincuenta años humanos, lo encontraron dentro del Medusa, un galeón español que reposa en una fosa marina, a varias millas de la isla.

Para asegurarse de hacer efectiva la maldición, los Padres encomendaron a las ninfas de este bosque crear un arma con apariencia inofensiva, pero con el poder de matar sólo a los humanos. El arma elegida fue un arpa enorme, tan grande como la entrada a la gruta que alberga el tesoro. En su armazón de piedra, bajo la hiedra, existe una inscripción, según la cual es imperativo tocar una de sus cuerdas para poder pasar.

La trampa que esconde el arpa aguardó inofensiva durante centenares de estaciones, hasta la llegada del corsario Henry el Rojo, comandante del barco que hundió el Medusa, quien, buscando el oro desde su desastroso intento de saqueo, finalmente arribó a Oculta y lo encontró por casualidad. El Rojo fue además el autor del famoso mapa, el cual dibujó antes de morir a causa de alguna de esas cuerdas, pues las ninfas envenenaron todas ellas.

Tom se echó a llorar. Me confesó que aborrece ser pirata, que él solo se enroló en el Aquerón porque tenía la esperanza de conseguir el dinero suficiente para pagar la deuda que pesa sobre la granja de su familia, y que, una vez salvado su hogar, planeaba abrir un negocio honesto con el que alimentar a los suyos.

Me apiadé de él. Por eso le hablé del antídoto. Las ninfas idearon uno para evitar males indeseados, pues cualquier inocente puede naufragar en las costas de Oculta debido a la bruma y los arrecifes que la rodean, y encontrar el oro sin desearlo. Un bebé humano, por ejemplo, podría sentir el impulso de hacer sonar el arpa; y cualquiera de sus padres, condenarse al tratar de ayudarlo. Para esos casos, se creó el Bebedizo.

Tom llegó ayer al amanecer, y lleva ahí sentado, frente a la gruta y en silencio, toda la noche. Se encuentra así de pensativo desde que a una de sus preguntas le contesté que sí: que, si realmente decidía arriesgarse a tocar el arpa, yo podría proporcionarle el Bebedizo para que pudiese engañar a la muerte y guardarse así las monedas que necesitara.

Pero no se arriesgará. Es un chico listo. Volverá a su casa, trabajará duro y se olvidará del mar.

Yo, en cambio, permaneceré aquí, aburrida, sin hacer nada en especial. Reconozco que la apatía me domina, pero la culpa la tiene Aïk. Mi adorado tritón me dijo que me eligieron para este trabajo porque yo no cumplía con mis deberes en la comunidad. Que, como miembro de la Orden de los Bardos, era responsabilidad mía entretener a los niños, pero que, en vez de eso, los dejaba jugar a romper el coral y asustar a los peces. Que el resto de las sirenas se quejaba porque se veía obligado a completar mi cuota de pesca comunal. Que conmigo en el puesto de vigilancia había demasiados mordiscos de tiburones, porque yo perdía el tiempo contando mis propias burbujas. Los Padres se planteaban exiliarme a los confines del reino, a suplicar carnaza a los pescadores humanos o morir de hambre.

Aïk quiso convencerme de que convertirme en guardiana del tesoro era lo mejor para todos. Te seguirás zafando de todas las tareas importantes, razonó, pero al menos estarás aportando algo útil al clan. Alguien tiene que hacerlo. A todos les parece bien.

Acepté. Estaba harta de tantas caras largas. Además, el trabajo sólo implicaba tres tareas muy fáciles:

Conocer la Historia del Tesoro. Vigilar la Puerta. Y llevar a cabo la Tarea del Oro.

Así que, desde hace miles de soles, todo es distinto. Pero es un fastidio. Desde el alba hasta el ocaso me tumbo al pie de este sauce y observo esa dichosa arpa. Respecto a la Tarea del Oro...

De pronto, oigo que Tom cae al suelo. En un arranque de insensatez, ha tocado una cuerda. Ahora me mira con desesperación. Quiere el antídoto.

Por fortuna, nunca me olvido de la importancia del Bebedizo, porque Aïk se suele pasar por aquí y me pregunta si, por fin, tengo la dosis preparada. Cada vez le recuerdo que su desconfianza es infundada. La Tarea del Oro es una tontería, le digo: Nada me cuesta bucear en el Lago Sur, recolectar el alga carmesí, hacer una hoguera y obtener la infusión sanadora.

Por desgracia...

Pobre Tom. Podría, debería ayudarle. No me costaría. El Lago Sur se halla cerca de mi sauce. Y digan lo que digan, mis piernas son como mi cola: las más rápidas y ágiles del clan...

Pero no. Lo siento, Tom. No me siento con fuerzas ahora mismo. Además, estoy demasiado cómoda tumbada aquí. Me parece que tu esqueleto hará compañía a los de los otros piratas, cuando lleguen.

Aïk me llamó un día "maldición de los inocentes". Espero que entienda que, esta vez, todos erais culpables.


La maldición de los inocentesWhere stories live. Discover now