CAPÍTULO 5: Con el pie izquierdo

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¡Maldita sea!

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¡Maldita sea!

No sé que pasó.

Mi primer día de clases fue un completo desastre. Desde el momento en que sonó el despertador, supe que las cosas no iban a salir como esperaba. Me levanté con un nudo en el estómago y un dolor de cabeza que no me dejaba pensar con claridad. Pero a pesar de sentirme mal, decidí que no iba a dejar que un simple malestar arruinara mi tan esperado primer día.

Me vestí con un pantalón deportivo negro y una camiseta gris que superaba mi talla, aunque mi madre, al verme pálido y cansado, intentó convencerme de quedarme en casa.

— ¿Estás seguro de querer ir hoy?— preguntó con afabilidad, parada en la puerta de mi habitación.

— Es el primer día. No puedo faltar— contesté mientras buscaba mis cuadernos para guardarlos en la mochila. Debía llevar al menos tres o cuatro, pero en ese deplorable estado no pensaba cargar con tanto peso, así que a mi mochila solo fue uno.

— Justamente por eso, Emmanuel. Siendo el primer día, no creo que empiecen a estudiar hoy— dijo y me volvió hacia mí, sacando mi cuaderno y dejándolo sobre la cama. En cambio, yo estaba decidido a enfrentar mi primer día, aunque mi cuerpo no estuviera de acuerdo.

— Voy a ir, mamá. No es nada grave— insistí.

Poco rato después me veía saliendo de casa para ir a la parada de autobuses. Cuando bajé del autobús, caminé hacia la escuela con un paso lento, arrastrando la mochila como si pesara una tonelada. La mañana estaba fresca y soleada, y el edificio donde estudiaba parecía más grande de lo que recordaba. Todo parece ser más intimidante cuando te sientes enfermo.

Entré a mi salón. Algunos compañeros ya estaban marcando presencia en cuanto llegué. Aún así, el lugar parecía casi vacío, y para mi suerte, el asiento ubicado al fondo en un rincón del aula también estaba vacío. Al menos algo bueno después de todo. Sentado una vez ahí, hice la mochila a un lado y me crucé de brazos sobre la mesa y apoyé mi cabeza en ellos, esperando a que llegara la hora.

De a poco, fueron llegando más compañeros, unos solos en silencio y otros acompañados de sus amigos, riéndose y conversando entre sí. En minutos, el salón quedó casi repleto.

La primera clase fue matemáticas. No entendía nada, mi mente estaba más preocupada por mi malestar que por los temas que el profesor decía que estudiaríamos este año. Cada minuto parecía eterno, y mi única meta era que la hora final de la asignatura llegase. La siguiente clase no fue diferente, y así sucesivamente. Mi lucha contra la fiebre se convertía en la principal batalla del día.

En el receso tomé la decisión de quedarme en el aula, pues mi estado de ánimo estaba por el suelo. Me sentía como un extraño en un mundo que no entendía. La fiebre me había convertido en un espectador más que en un participante activo. Trataba de sonreír, pero mi energía estaba agotada, y mis intentos de conectar con los demás resultaban torpes.

Las clases seguían su curso, y mi cabeza daba vueltas, y mis ojos luchaban por mantenerse abiertos. El final de la jornada escolar era mi única meta, así que cuando llegó, regresé a casa sintiéndome derrotado.

Mi madre, al verme, insistió en que fuera a descansar. Mientras me encontraba en la cama, reflexioné sobre cómo mi primer día en la secundaria fue todo lo contrario a lo que esperaba.

Aunque mi inicio en la secundaria fue un desastre, decidí que no dejaría que un día malo definiera mi experiencia. Mañana sería otro día, y esperaba que la fiebre cediera, dándome la oportunidad de comenzar de nuevo, esta vez con más energía y menos complicaciones. A pesar de todo, estaba determinado a no dejar que mi primer día con el pie izquierdo marcara el tono para el resto del año.

VIBRANDO EN SINTONÍAWhere stories live. Discover now