8. El olvido mató al gato

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Sábados y domingos se volvieron los días favoritos de Julia, y no porque significaran descanso. Su vida entera estaba volcada en el trabajo; de lunes a viernes por las mañanas lo hacía en el preescolar y por las tardes en el consultorio, mientras que el fin de semana consiguió un mejor empleo de mesera en un pequeño bar.

Con la temporada navideña, los ingresos mejoraron.

Las propinas eran buen aliciente para dejarse el cuero sin muchas quejas, no tanto los ebrios convertidos en galanes de ocasión, con sus infructuosos intentos de parecer interesantes. Por fortuna, con casi treinta años de vivencias traducidas en colmillo, logró perfeccionar técnicas para vender ilusiones y escaparse sin recibir el cobro por la estafa. Una sonrisita por aquí, un toque de hombro por allá, y aceptar el papelito con el número telefónico.

La situación marchaba sobre ruedas, pero el cansancio se ancló en cada partícula de su ser. Había días que ignoraba cómo seguía de pie. Lo compensaba al dormir durante las mañanas dominicales hasta que el sofá de Jaime escupía su humanidad.

Cada mañana, daba gracias al malacariento por ese mueble. Dormir en el suelo le dejó un dolor de espalda poco tolerable. En cambio, aquella madera, tapizada y acolchonada, era amplia y de buena calidad.

Acerca de los hábitos de su socio, no necesitó indagar mucho: el hombre no aparecía ni por equivocación los fines de semana. Por desgracia, el resto de la semana siguió andándose con cuidado para que no descubriera su secreto; una que otra vez estuvo a punto de dejar evidencia. Por poco, logró librarse. Como aquel día que se enfermó y tuvo que inventar que se quedaría preparando material del preescolar, todo con el fin de convencerlo de que la dejara sola en el consultorio en lugar de insistir en llevarla a su casa.

Tenía dónde caer rendida y bastaba con que de a poco lograra disminuir los números rojos que condenaban sus cuentas. Malditos bancos y la facilidad con que otorgaban créditos; había seguido la luz equivocada y solo quedaba asumir las consecuencias. Pero si todo marchaba igual que los últimos cuatro meses, pronto el dinero, o su escasez, dejaría de perseguirla en pesadillas. No podía pedir más.

O tal vez sí; no seguir guardando distancia con quien más estrecha convivencia mantenía. Que Jaime no estuviera interesado ni en una amistad, consiguió menguar su optimismo y recrudecer la soledad.

Una tarde, entró en el consultorio a sabiendas de que él se encontraba ahí. Había olvidado unas baterías de instrumentos y las necesitaba para una consulta a domicilio; incluso esa opción era válida con tal de recibir pesos extras.

Desde el sofá, los ojos de una jovencita la vieron entrar. Pasmada, había cerrado de golpe la libreta sobre el regazo y puesto un lápiz en el resorte. Seguro transitaba los dieciséis, o a lo mejor menos, Julia no era buena para calcular edades. El tinte negro del cabello endurecía las facciones y el exceso de polvo, junto al remate de labios violáceos, no borraban la inexperiencia ni el aire de inocencia que conservan algunos adolescentes.

Conocía la agenda de Jaime, así que hizo memoria. Recordó un nombre, pero no pensaba hacer notoria la información que poseía.

—Hola, ¿esperas a Jaime? —preguntó con tono desenfadado.

Tal como imaginó, solo recibió un tenue asentimiento de cabeza; la aludida apenas la miró y se centró en algún punto al frente y abajo, con las manos apretando la libreta de antes.

A Julia no le quedó más que aguardar junto a ella, pues lo que fue a buscar estaba en la oficina con Jaime y el consultante que atendía en ese momento. De manera lenta y serena, se sentó en el lado del sofá contrario. Se esforzó por no ser obvia y admiró el negro predominante en las prendas simples y destinadas a ocultar la mayor parte de piel. Entre la soltura de un blusón y los centímetros de un pantalón ajustado, adivinó una silueta poco desarrollada.

¿Y si me analizas y yo a ti? #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora