9. Limonada para la crisis

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El estruendo del portazo causó que Jaime diera un respingo. Un estremecimiento agudo lo recorrió entero, dejándole el sobresalto en las venas.

Entre refunfuños, maldijo la puerta. Mientras la del consultorio debía ser abierta con fuerza debido a la dilatación de la madera, la de entrada había sido intervenida de tal manera que una brisa ligera podía cerrarla de golpe.

Todo al revés o fuera de lugar, comenzando por su socia desnuda en el consultorio.

Se dio cuenta de lo poco que conocía a la mujer con la que firmó un contrato. Nunca se preguntó dónde vivía, si era lejos, si lo hacía con alguien, o estaba sola. Tampoco atendió a las señales. Como aquella mañana que entró y la cocina conservaba el aroma a café recién preparado. Le había parecido extraño, pues Julia tenía consultas hasta la tarde, pero no quiso pensarlo, porque no quería pensar en ella.

¿Y si se quedaba ahí algunas noches debido a la lejanía de su propia casa? Si era el caso debió tener la confianza de informárselo. Si algo lo frustraba era estar a ciegas, un riesgo propio del enamoramiento del que no quería volver a ser víctima en ninguna otra faceta de su vida.

La cabeza sobrecargada hizo que deseara arrancársela y patearla lejos, a esa hora se asemejaba a un circuito inservible. Debería estar durmiendo, no pensando en el lunar en forma de continente que brillaba debido a la humedad en la piel de Julia. O en esa ropa interior, diminuta y... estimulante.

La temperatura iba en descenso, no obstante, se sintió acalorado. De todo, esas dos cosas fueron las que se quedaron marcadas a cincel en las retinas.

«Olvida lo que viste».

No era un fetichista, aunque ya no sabía; desde que Julia apareció, había tenido un par de sueños que le recordaron su adolescencia. Quiso creer que la causa era una prolongada abstinencia. Nadie murió nunca por no tener sexo, y menos si lo que cargaba en el pecho pesaba igual que plomo, pero sí que podía tener alguna repercusión.

Entonces otra posibilidad se abrió paso, borrando lo anterior. Imaginarla acompañada lo puso a temblar, y no de frío. Podía soportar que Memo usara su casa de motel, pero que Julia hiciera lo mismo con su centro de trabajo provocó que una nueva oleada corrosiva se le propagara dentro.

Se acercó a la puerta y pegó el oído. A pesar de lo poco probable, si escuchaba otra voz que no fuera la de ella, era capaz de entrar sin importar la escena que lo esperase.

Un nuevo sobresalto se sumó al anterior cuando la puerta se abrió de improvisto, obligándolo a retroceder trastabillando un par de pasos.

Julia asomó, enmarcada por la luz que provenía de dentro, cabizbaja como si acabase de perder algo valioso e irremplazable. El cabello seguía goteando agua que humedecía su blusa a la altura del pecho, y se había puesto ropa de salir en lugar del conjunto para dormir que tenía preparado. Jaime casi pudo percibir un ligero tiritar en ella.

Ese detalle lo golpeó de lleno y lo hizo mirar a otro lado; valoraba demasiado las horas de sueño y seguir las rutinas, no le gustó darse cuenta de que había interrumpido sin querer la de su socia. De pronto, el fresco de la noche lo espabiló.

—No salgas, hace frío. Hablemos adentro.

Ella meneó afirmativamente la cabeza. Regresó dentro, cual niña reprendida y en espera del castigo. La imagen lo conmovió, y el sentimiento se acrecentó al ver que el edredón estaba doblado y con la almohada sobre él. De la misma forma cuidadosa con la que Julia hacía todo, notó las dos maletas dispuestas a un lado del sofá.

—¿Quieres sentarte? —sugirió, sintiéndose tan fuera de lugar como ella. Verla cohibida borró la sorpresa junto a cualquier sentimiento no favorable. Se acomodó en el sofá y la vio sentarse enfrente, en uno de los sillones individuales —. Ahora, ¿puedes decirme qué está sucediendo?

¿Y si me analizas y yo a ti? #PGP2024Where stories live. Discover now