I. Maldita Blackwater

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Nunca pensó que ir a la sastrería de Blackwater en busca de una falda que su mujer le ha encargado recoger le conduciría a conocer a ese tipo de persona con la que jamás se había cruzado, una especie poco común para esa época —o tal vez era algo normal y él todavía no se había adaptado al nuevo siglo—, y estaba casi seguro que para entonces ya había conocido a todo tipo de seres humanos. Pero siempre hay algo o alguien que te sorprende, ya sea de buena o de mala manera, pero lo hace e inevitablemente te quedas maravillado por ese “algo” que tienen y piensas: “¿de dónde has salido?”.

Todo eso le ocurre a John Marston cuando está camino de la sastrería, algo le incita a mirar hacia arriba y ve una figura sentada sobre el borde de una ventana. Una figura femenina, muy blanca, desnuda de cintura para arriba, con un cigarro entre los dedos, un moño pelirrojo en lo alto de la cabeza, bien peinado. Ella le ve, le mira y sonríe. Una sonrisa amplia, una sonrisa provocativa. John le devuelve el gesto, sonriendo de lado y haciendo un saludo con su sombrero. La desconocida se gira y desaparece dentro del lugar. Él continúa, cruzando una esquina de esa ciudad en la que no le gusta estar, que le trae malos recuerdos y le hace pensar en todo aquello que quedó atrás y en todas esas personas perdidas en el camino.

Cuando abre la puerta de su destino, se sorprende al ser recibido por una cara que le resulta familiar y que acaba de ver tan sólo unos minutos atrás. La joven de la ventana está tras el mostrador, dándole la bienvenida, terminando de abrocharse un botón de su blusa color verde. Su cara está repleta de pecas claras que le hacen un bonito rostro acompañado de una sonrisa que la embellece aún más.

– Venía a recoger una falda a nombre de Abigail Marston –dice una vez está junto al mostrador. 

Ella asiente, se da la vuelta y entra en una habitación que está situada detrás. No tarda en salir. Deja el paquete que contiene la prenda entre ambos y le mira. 

– Tú eres el de la ventana, ¿verdad? 

– Sí, me temo que ese era yo –responde, amable–. Lo siento, no pretendía fisgonear. 

La joven suelta una risa sin quitarle el ojo de encima.

– No me importa –responde–, bonitas cicatrices.

– Es la primera vez que me dicen algo así, gracias, supongo –la risa nerviosa de John le hace sonreír a la chica.

– Soy Lillian Leaby –le extiende la mano y él se la estrecha–, espero verte más por aquí… –espera que él se presente. 

– John, John Marston. 

– John Marston –Lillian termina su última frase–. Eres muy guapo –añade.

John no esperaba todas esas adulaciones hacia su persona. ¿Qué sus cicatrices son bonitas? No lo habría pensado jamás. ¿Qué es guapo? Es un antiguo forajido y ahora ranchero venido a menos, nadie podría calificarlo de guapo, al menos no alguien con una buena vista y mucho menos una mujer atractiva como la que tiene delante. Aunque también ha de admitir que su mujer también lo es y ha decidido casarse con él. Debe de ser un tipo con suerte. Suerte con las mujeres qué no en la vida. 

– Yo no me consideraría como tal pero –ríe–, gracias, de nuevo. Mi mujer será la única persona que esté de acuerdo con usted, señorita Leaby. 

– Puedes llamarme Lillian –le corrige, apoyando los codos en el mostrador, mirándole de una manera extraña–. ¿Quieres que pasemos un buen rato, John Marston? 

Él frunce el ceño, ¿está en una taberna repleta de prostitutas o está en una simple sastrería de ciudad? 

– Soy un homb-

Pero no termina la frase porque Lillian estalla en carcajadas. Se ríe en alto, con toda la boca abierta, señalándole porque seguramente tenga la mayor cara de idiota que haya visto jamás. Se le llenan los ojos de lágrimas y tiene que coger aire para recuperar la compostura.

– Perdona –se enjuga una lágrima, con una sonrisa en los labios–, estoy de broma. Sólo quería ver tu reacción.

– Me alegra hacer reír a la gente sin intención –ahora es él quien apoya una mano en el mostrador, confuso.

– ¿Te puedo llamar John? 

– Sí, claro, adelante. 

Total, ya me tratas con confianza.

– Espero no haberte molestado John –su expresión se endurece un poco, apagando ligeramente su sonrisa–. Soy un poco peculiar.

– No, no me ha molestado, no se preocupe señorita Leaby. 

– Lillian –le corrige. 

De pronto se empieza a escuchar otra voz masculina que proviene de lo alto de las escaleras que se encuentran bien escondidas cerca del mostrador. Una figura de un hombre bien vestido, con una sonrisa amable y destilando un agradable olor a colonia, aparece ante ellos. Parece joven, tal vez sea de la misma edad de John, no sabría decirlo, no se le da bien eso de los años. Bien afeitado, bien peinado con la raya a un lado y una sonrisa deslumbrante. Se acerca a ella y deposita un beso en su mejilla. 

– Perdón, no he podido evitar escuchar la conversación –habla tras el mostrador, junto a la mujer–. Mi mujer es así con todo el mundo, espero que no le incomode.

– No, para nada. 

Son una pareja extraña, sin lugar a dudas.

– Le encanta pasearse desnuda por ahí, molestar a los clientes –el hombre parece buscar algo en una estantería.

John se ríe, nervioso, ¿qué se supone que tiene que responder a eso? Si su mujer va en cueros por ahí debería de preocuparse, no cree que a los agentes les haga mucha gracia y lo único que la espera es la horca. Pero bueno, eso es problema de ellos, no suyo.

– Theo Leaby –tras encontrar lo que buscaba en el estante se dirige de nuevo hacia John para estrecharle la mano–. No queremos robarle más tiempo, sólo esperamos que vuelva a pasarse por aquí pronto.

– Por supuesto. 

John recoge el pedido de Abigail, olvidado sobre el mostrador. Mira a Lillian y vuelve a hacer ese gesto con el sombrero a modo de despedida, ella le sonríe e imita su gesto con la cabeza. Debe admitir que es una mujer preciosa y se pregunta a cuántos ilusos habrá conseguido engañar con sus peculiares formas de bromear. Seguro que más de uno ha creído que la joven hablaba en serio y a más de uno se lo ha tenido que quitar de encima.

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⏰ Última actualización: Mar 12 ⏰

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