12. Donde comen dos, comen cuatro

99 21 159
                                    

Julia observaba a Jaime mientras este conducía; no de forma constante, pero sí imposible de ignorar, como no lo es el zumbido de un mosquito en el oído.

Él era consciente de los ojos vivarachos haciéndolo su blanco, por más que se esforzara en mantener la vista al frente y centrarse en la avenida, una sensación entre agradable y cargante comenzaba a erizar su piel.

Julia era una pésima copiloto.

¿A quién diablos se le ocurría incomodar así al conductor que llevaba su vida a bordo?

El cuestionamiento resonó en la cabeza de Jaime.

Pero así era ella.

Indiscreta, impertinente ... valiente... un rayito de sol en un día nublado; un rayito que podía quemar, así que tenía que hacérselo notar.

Liberó a través de la boca una exhalación de advertencia que su socia ignoró, perdida en el perfil masculino. Cavilaba sobre la manera en que puede cambiar la forma de ver a los demás. Hay personas que pasan desapercibidas; otras destinadas a ser estrellas fugaces, dan luz un período y dejan en la oscuridad; y otras como Jaime, que de ser una piedra en el zapato se transforman en un faro de luz.

—¿Quieres ir a cenar? —preguntó él, sacándola de su ensimismamiento.

Jaime sí quería, de esperar un poco más, su estómago comenzaría a manifestarse de una forma poco seductora, y con Julia tan pendiente, era mejor evitarlo.

No hubo respuesta inmediata, sin embargo, ella apartó la vista y contempló la hilera de árboles de grueso tronco y frondosas ramas adornando el camellón de la avenida, y oscureciendo un lánguido atardecer. Ese despliegue de naturaleza poética y equilibrada siempre la había fascinado, y la semejanza con una fila de brócolis gigantes le dio una idea.

—Estaba pensando —dijo, tras lo que parecieron interminables segundos —. Puedo cocinar la cena para ambos, podemos ir a comprar lo necesario... Si te parece bien.

¿Cómo negarse a eso? Jaime no recordaba la última vez que comió algo hecho en casa, sin contar las dos cucharadas del delicioso desayuno que rescató de las garras de Memo.

—¿Estás segura?

—Sí. Comes mucho fuera, ¿verdad? El refrigerador da ganas de llorar.

La ironía hizo soltar una risotada a Jaime. Había tantas cosas en su vida que daban ganas de llorar, que su escasa despensa era la más insignificante.

—No soy bueno en la cocina. Además, lo intenté, pero Memo termina comiéndose todo.

Tal afirmación la hizo retornar a la introspección. Ella amaba cocinar, desde que su abuela la enseñó a sus cortos ocho años, fue perfeccionando la técnica. Lo hacía para sí misma, y en casa para sus padres y hermanos. Después, lo hizo para Miranda y el desgraciado de Eduardo. En los últimos meses, había disminuido la cantidad y calidad de sus alimentos por falta de tiempo y dinero, pero pensaba retomar su amada actividad culinaria.

La idea de cocinar para Jaime no le molestaba, al contrario, hasta podría darle la comida en la boca si él se lo permitía. Pero si tenía que hacerlo para alguien más, mejor ir conociéndolo.

—¿Memo es quién vive contigo?

—Sí, es mi primo. No tengo hermanos y él tiene dos hermanas, así que nos volvimos muy unidos en mi adolescencia y su niñez. Luego vino aquí a estudiar y mi mamá me pidió el favor de que lo recibiera. Al principio sería por unos meses, que se convirtieron en los seis años que lleva haciendo casi nada en la universidad.

Pudo decirlo de peor forma, no obstante, lo detuvo la prudencia. Julia sonrió, siempre disfrutaba esas historias familiares.

—Supongo que es por él que tu habitación tiene llave. — De pronto, se llevó la mano derecha a la boca y soltó una expresión de espanto que hizo a Jaime mirarla de reojo, alarmado —. ¿Cómo hiciste para buscar tu ropa? Lo olvidé y cerré.

¿Y si me analizas y yo a ti? #PGP2024Where stories live. Discover now