C i n c o

31 0 0
                                    

Gabriella

Entro a la cocina y veo asombrada la cantidad de comida sobre la mesa—. ¿Qué celebramos? —pregunto a la par que me robo un pan tostado, recibiendo un manotazo por parte de la abuela.

—Nada —responde el abuelo—, aún. 

Le miro confundida. Hasta donde recuerdo, no es el cumpleaños de ninguno de ellos y, obviamente, el mío tampoco, porque mi cumpleaños fue antes de que mi vida quedara patas arriba. 

Echo a trabajar mi mente. He estado evitando cualquier artefacto que indique la fecha, no queriendo pensar en los días que llevo atada a esta silla y, más aún, los días que llevo sin él. 

Esa incomodidad ya tan familiar, se cierne sobre mí. Estoy por regresar a mi habitación, pero la abuela me dice que le ayude a poner la mesa. Así que no me queda más que fingir que estoy bien. 

Acomodo los tres lugares, pensando que en mi vida había visto tanta comida para tan pocas personas. Es entonces cuando suena el timbre.

Mi corazón se detiene por un par de segundos. Mis padres no son en definitiva, sé, por el movimiento, que no es fin de semana, así que ellos deben de estar trabajando. La segunda opción me gusta todavía menos, y es que la imagen de Taddeo y su padre se reproduce en mi cabeza, rememorando nuestros viejos desayunos y almuerzos compartidos. 

Quiero salir de aquí, pero no es muy fácil huir en una silla de ruedas que digamos. 

Las voces del abuelo y par de visitantes, son cada vez más audibles, y el trío de hombres no tarda en entrar en mi campo de visión. 

Me sorprendo al ver a Angelo, más aun cuando el me saluda tan campante, como si esta situación fuera de lo más normal. 

El abuelo pasa junto a mí y yo tiro de su camisa para susurrarle al oído—: ¿Por qué no me dijeron que tendríamos visita? Sigo en pijama. 

—¿Desde cuándo eso te importa? 

Es lo único que dice antes de despeinar mi cabello con una suave caricia e ir a ayudar a la abuela. 

Es cierto que no me importaba que me vieran en pijama, incluso salía de la casa así. Pero no se siente igual desde el accidente. En cambio, es como si la combinación de la silla de ruedas con el pijama solo me hiciera sentir el doble de vulnerable. 

El señor Bianchi me saluda, sé que le respondo, pero estoy en modo automático. 

—Hola, bambolina, ¿qué tal los músculos? 

Le miro molesta, no me gusta que me diga así, me hace sentir insignificante.

—Bien —respondo de mala gana—. Ya he montado antes, ¿lo olvidas? 

Angelo alza las manos al aire en son de paz—. Por cierto, bonito pijama. —Guiña un ojo y yo solo quiero matarlo—. Soy más de Coldplay, pero The Chainsmokers no está mal.

Bajo la vista a la camiseta blanca con el estampado de una mano sosteniendo una rosa. La inscripción que se lee es el nombre de la canción, P. S. I hope you're happy. Esa era la canción favorita de David.  

Estrujo la tela en mis manos, ansiosa. El accidente se reproduce una y otra vez en mi cabeza. El dolor que sentí al salir expedida del coche, no se comparó al que sentí al saber su partida. 

Los abuelos nos apresuran para que tomemos asiento y, para mi desgracia, ambos lugares libres están consecutivos. 

Por lo menos puedo agradecer que el chico no pretende ayudarme, sino que se limita a tomar asiento, no sin asegurarse antes de que tengo el espacio necesario para cambiarme de silla. 

El susurro de los caballosWhere stories live. Discover now