Capitulo tres

58 15 19
                                    


___________

Te contemplo y experimento sensaciones inefables.
Mi amor por ti, temo, se torna obsesivo, como una enfermedad que solo tú podrías sanar.
Tu cercanía me hipnotiza, nublando mis pensamientos.
Esos ojos negros desencadenan en mí efectos insospechados.
Siento que a través de ellos podría incendiar el mundo entero y dejarme llevar por las llamas.
___________

Termino de leer esa confusa carta. Solo al leerla, un escalofrío me recorre como si fuera un huracán interior. No sabía cómo reaccionar después de leer ese mensaje, en el que no encontré destinatario alguno ni ninguna pista sobre quién podría haberla escrito.

Ayer fue un día extraño. Apenas logré conciliar el sueño después de que mi tía llegara. Nuestros cuartos estaban contiguos, y la escuché al teléfono mientras vomitaba. Al principio, consideré ayudarla, pero antes de entrar en su habitación, me pidió que durmiera en silencio, ya que la abuela estaba descansando

Leo nuevamente el mensaje, contemplando su letra. Es tan precisa, con un trazo limpio. Pero lo que más me llama la atención es que está escrito a pluma. Observo el tipo de papel y deduzco que es de mi abuela, de sus tiempos con mi abuelo.
Bajo las escaleras rápidamente hasta pararme donde está mi abuela. La miro con los ojos confusos.

Su mirada, cargada de rareza, se posa sobre mí., mientras intento recuperar el aliento tras correr por los escalones. En ese instante, el tiempo parece detenerse, y la carta en mi mano pesa más que nunca.

Sin más demora, me dirigí a mi abuela y le pregunté si la carta era suya. Extendí el papel ante ella, y con determinación, se colocó las gafas que yacían sobre la mesa de la cocina. La voz de mi abuela resonó en el silencio mientras comenzaba a leer en voz alta. Sin embargo, en mi interior, un huracán de emociones sin sentido se desató.

Me miró con extrañeza y, con firmeza, declaró que aquel escrito no era obra de mi abuelo. Según ella, él no podría haber plasmado algo tan poético. Con un gesto, me devolvió la carta, y en ese instante, sentí que había perdido un pedazo de historia que nunca conocería por completo.

En un abrir y cerrar de ojos, examino la carta. Sin embargo, mi curiosidad no se sacia, y vuelvo a indagar con mi abuela. ¿Cómo podría ella recordar un suceso de su adolescencia con mi abuelo? Pero su respuesta es tajante: "No, no es mía".

Decido cesar mi insistencia. No deseo ser una molestia, así que la dejo en paz y me dirijo hacia las escaleras. Justo cuando estoy por subir, escucho a mi abuela exclamar: "¡Pregúntale a Angela! Seguro que sabe algo o incluso podría ser suya". Esas palabras resuenan en mi mente mientras subo los peldaños.

Contemplo su habitación y, sin ceremonias, me aventuro a entrar sin previo aviso. Allí está ella, recostada en la cama, absorta en su teléfono móvil, probablemente pasando el tiempo hasta la hora de la merienda. Su cabello forma un moño despeinado, y su rostro, marcado por la resaca, no logra ocultar su belleza.

Nuestros ojos se encuentran, y ella me recibe con una sonrisa cálida. "¿Qué te sucede?"

Con una sonrisa que refleja la complicidad entre nosotras, dejo caer la carta sobre la cama. Angela la recoge con una delicadeza inusual, como si temiera que el papel ardiera en sus manos. Sus ojos, cansados pero curiosos, se clavan en las palabras escritas mientras comienza a leer. Cada línea parece afectarla, y su expresión pasa de aburrimiento a sorpresa en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando llega al final, deposita la carta con rapidez en el mismo lugar donde la había dejado minutos atrás. La tensión en la habitación es palpable mientras espero a que me mire. Finalmente, rompe el silencio con una pregunta:

—¿Sabes algo sobre esta carta? ¿Conoces a su remitente? —le inquiero, deseando desentrañar el misterio que envuelve esas líneas.

Mi tia se toma unos segundos para pensar, como si estuviera sopesando sus recuerdos. Luego, con una mirada que parece viajar a través del tiempo, pronuncia las palabras que me dejan sin aliento:

—Atenea no es nada más que una carta olvidada, querida. Una carta sin más, escrita por alguien que ya no está aquí.

Ante mi afirmación de que la carta no podía ser suya, su mirada se transforma en nerviosismo. Sus manos se agitan, y sus palabras se enredan en un intento por explicarse. Finalmente, sin atreverse a encontrarse con mis ojos, murmura:

—Atenea tiene que ser suya. Aunque quizás su demencia le impide recordar. Está avanzando rápidamente, y ciertas partes de su vida se desvanecen en la bruma del olvido. Las cartas que solían escribirse entre ellos podrían ser una de esas partes.

Sus palabras me golpean como una ráfaga de viento frío. La imagen de mi abuela, luchando contra la marea implacable de la memoria, se cierne sobre mí. Sin detenerme a reflexionar, me acerco a ella y la abrazo con fuerza. Sé que está sufriendo, que el estado de la abuela la desgarra por dentro. En ese abrazo silencioso, compartimos el peso de los recuerdos y las incertidumbres.

Antes de retirarme, le dedico una mirada furtiva, observando cada uno de sus movimientos con atención. Cada gesto suyo se convierte en un enigma que intento descifrar. Luego, como si fuera un acto reflejo, hago el ademán de cerrar la puerta tras de mí. Sin embargo, antes de que la madera se encuentre con el marco, su voz me detiene en seco: "Atenea, es de Apolo".

La sorpresa me inmoviliza por un instante. Mi mente se llena de preguntas mientras mantengo la puerta entreabierta, tratando de ocultar mi desconcierto.
Finalmente, decido ignorar su revelación y continúo mi camino hacia mi habitación. Allí, sobre la cama, reposa la caja que mi madre me entregó esta mañana. La misma caja que contenía la carta que aún sostengo en mi mano. El papel es antiguo, amarillento, y la tinta parece haberse desvanecido con el tiempo. No hay remitente, solo palabras escritas con una elegante pluma.
Las cartas se esparcen frente a mí, como piezas de un rompecabezas que esperan ser ensambladas.

Sin esperar un minuto más, me sumerjo en la lectura de esas cartas. Cada palabra que se despliega ante mis ojos provoca escalofríos, como si el viento frío de la montaña acariciara mi piel. Las frases, las estrofas, todas ellas parecen tejidas con hilos invisibles que me conectan a un pasado que apenas recuerdo.
Las cartas, misteriosamente dirigidas hacia mí, revelan secretos que ni yo misma sabía que guardaba.

Sigo leyendo, y en un instante, las palabras se transforman en imágenes. Mi mente se convierte en una pantalla de cine, y las escenas se proyectan con una claridad asombrosa. Veo momentos de alegría y tristeza, risas y lágrimas, como si estuviera reviviendo mi propia vida en una sucesión de fotogramas.

"¿Atenea?", susurró con temor, como si temiera romper algún encantamiento. Asentí, incapaz de articular palabra. No hacía falta hablar; nuestros corazones se comunicaban por sí solos.

Y entonces, con una delicadeza que solo los niños pueden tener, Apolo inclinó la cabeza y sus labios encontraron los míos. Fue un beso suave, inocente, como el roce de una pluma contra la piel. No había pasión ni deseo, solo la dulzura de dos almas que se encontraban en medio de un bosque encantado.

Cuando nos separamos, nuestras mejillas ardían y nuestras sonrisas eran más brillantes que el sol. No necesitábamos palabras para expresar lo que sentíamos. Ese beso había sellado algo especial entre nosotros, algo que solo los corazones jóvenes pueden entender.

La sensación es abrumadora. Un nudo se forma en mis entrañas, como si las emociones contenidas en esas cartas se liberaran y se enredaran en mi ser. Los escalofríos persisten, pero ahora también hay un sollozo atrapado en mi garganta. Es como si mi infancia entera estuviera condensada en esas páginas, como si cada palabra escrita por Apolo fuera un hilo dorado que une mi pasado con mi presente.

Quería recordar a ese chico. Quería entender que tan importante fuimos el uno al otro. Quería saber de él, de su vida.

¿Razón o Deseo? [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora