DOCE

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DOCE

Shinso Hitoshi no volvió a detenerse hasta haber escapado del edificio de profesionales e ingresado al central, donde el salón de entrenamiento los aguardaba. La marioneta de Beth Elenio lo seguía obedientemente por las rectas y las curvas, jamás separándose más de la distancia de cinco centímetros. Sus ojos apagados parecían absorber todo y nada al mismo tiempo, paseando por los héroes a su alrededor con desgano pero curiosidad.

Shinso los odió.

«¿Por qué? ¿Por qué tuvo que hacerlo tan difícil? ¿Por qué tuvo que obligarme a entrar a su mente? ¿Por qué tuvo que arruinarlo todo? —Se cuestionaba sin cesar, decidido a esquivar los vacíos ojos que instintivamente lo buscaban. Aún era pronto para liberar a Beth de su control, demasiado arriesgado hacerlo alrededor de los héroes que seguían con sus existencias. Debía hacerlo a solas, donde Beth pudiera reaccionar como se le antojara. Un baño sería el sitio ideal—. Puta madre, Shota. ¿Por qué? ¿Por qué ahora, cuando las cosas iban tan bien entre los dos? ¿Por qué rompí mi promesa por ti?».

Promesa que, desde su infancia, nunca se osó a quebrar. La mantuvo como una vida, regó como una planta y alimentó como un hijo. Para terminar partiéndola en un santiamén.

Ingresó al baño de hombres luego de indicarle a la muñeca que lo esperara fuera y, al comprobar que no hubiera ningún novato en algún cubículo, le ordenó que entrara con él.

Una vez dentro, cerró la puerta y le echó la traba.

Con asco y temor, tomó a Beth por los hombros desde atrás y la situó delante de uno de los espejos del lavado. En los grisáceos ojos ya no se materializaba la ira de Zeus, aquél constante enojo que Lázaro apenas se las arreglaba para reprimir; el parásito chupasangre que llevaba consigo misma desde el nacimiento de sus injusticias infundadas por Boris Elenio.

Odió con todas sus entrañas no reconocer a Beth en el gris. También detestó su propio reflejo, por detrás de Lázaro. Se veía tan pálido y ojeroso, con sus violáceos ojos casi traslúcidos, que podría haberse mimetizado con un fantasma.

Sentía su boca pastosa y los restos de su vómito no lo ayudaban a la hora de centralizar su mente. No sería sencillo liberar a Beth, pero no por el hacer uso de su don, sino por prepararse para el inmediato rechazo.

—Eres libre. —Ordenó y apenas fue lo suficientemente rápido para esquivar el cachetazo lanzado por Beth. Sus rodillas instintivamente se flexionaron, quitándolo del camino de la palma extendida del furioso Lázaro.

—Shinso, hijo de puta, ¡ven aquí! —Demandó, girando sobre sus talones para alcanzar al lavador de cerebros, quien esquivaba cada uno de sus golpes con una gracilidad envidiable por más de tener la absoluta sorpresa marcada en sus facciones.

«Se recuperó imposiblemente rápido —reconoció con incredulidad, apenas logrando seguir el ritmo de los ágiles movimientos del ángel de la muerte—. Debería estar recuperándose de la confusión, combatiendo contra los efectos adversos del lavado cerebral, pero no...».

—Beth, escúchame. Sé que estás enojada, pero... —Un seco puñetazo en su pómulo cortó al medio su oración a la par que libraba su cerebro de cualquier posible pensamiento.

Su rostro voló hasta encarar hacia la derecha, quedando de perfil frente a su agresora. Las náuseas lo invadieron instantáneamente, nublando su visión, pero el dolor tardó en llegar, comenzando como un irreal hormigueo en la zona afectada hasta convertirse en una masa palpitante y caliente que desprendía tiras eléctricas que recorrían su cuerpo completo.

Frente a él, Beth Elenio lo observaba despidiendo rayos y relámpagos a través de la furia del gris. Sus filosas facciones jurando cortarlo para luego devorarlo como un festín sin empatía alguna, pero el temblor sacudiendo su mano derecha evidenciando que el puñetazo no fue gratis y que, con suerte, logrará asestar otro sin quebrar sus huesos.

𝐉𝐔𝐃𝐀𝐒 [𝐀𝐢𝐳𝐚𝐰𝐚 𝐒𝐡𝐨𝐭𝐚]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora