𝐶𝑢𝑙𝑝𝑎 𝑑𝑒 𝑙𝑜𝑠 𝑝𝑜𝑡𝑢𝑠

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Albedo


En aquel entonces llevábamos cuatro años manejando el Nilo y, como era de esperarse de dos jóvenes buenos mozos como nosotros, con Tignari nos hicimos de una clientela de bellas damas entradas en edad. Al igual que él y yo, ellas disfrutaban de nuestros experimentos en plantas. Siempre nos era reconfortante cuando una ancianita se nos acercaba y en tono confidencial nos ponía al tanto de cómo le había ido con sus cactus de colección mientras los nutría con el fertilizante que le habíamos preparado. También era grato cuando las que se daban más maña en la cocina pasaban la puerta y nos dábamos cuenta de que traían un tupper calentito en el canasto. Y como ni una de esas viejitas era boba, directamente nos lo dejaban encima del mostrador sin decir nada porque ya sabían que íbamos a intentar rechazarlo por educación.

Supongo que sabíamos entenderlas, o les teníamos paciencia; una de dos. La primera vez que pasó, fue Irma, la señora de a la vuelta, que trajo una cacerola cerca de la hora del almuerzo. Con Tignari nos dimos cuenta por el terrible olor a especias y porque la señora vino con la olla hacia adelante y en alto cual antorcha olímpica para poder mirar al piso y ver dónde era que pisaba, o sino se hubiera llevado por delante las plantitas temporarias.

―¿Qué trae ahí, Irma? ―le pregunté y mientras me pegué un trote hasta el mostrador para dejarle lugar donde poner la olla.

―Para que coman, Albedo ―me espetó con su voz de tuerca―. No me chupo el dedo y me doy cuenta de que se pasan todo el día acá sin comer nada. ¡Mirá lo flaquito que están!

Pobre Tignari que sin comerla ni beberla salió sorteado por el dedo acusador y huesudo de la abuela Irma, cuando él lo único que venía a hacer era a saludar y a ver de qué era ese olor tan a comida de mamá. Aún con el insulto atorado en la garganta, Tignari hizo oídos sordos, se aguantó las ganas de responderle con la misma rudeza "¿Y a usted qué le importa mi delgadez?", e igual se acercó a echarle un vistazo a la olla. Pero ahí sí que no pudo quedarse callado.

―Pero, Irma, yo no puedo comer esto.

―¿Por qué no? Si son fideos caseros. No me vas a decir que no te gusta, Tignari, si ya estás grandote para andar quisquilloso con la comida —lo reprendió la señora que, de los pocos pelos que tenía, en la lengua no estaban.

―No ―mi amigo forzó una carcajada para hacer pasar a la situación por una broma―, lo que pasa es que soy vegetariano. No como nada de carne.

Nunca me gustó ver a una viejita desilusionada, yéndose con su esfuerzo y dedicación rechazados de vuelta para su casa, cosa que de entrada era imposible porque la señora Irma no daba fácil el brazo a torcer y sabíamos que se vendría su sermón de que necesitábamos comer bien, tomar sol, hablar con chicas y no con plantas, darle una vuelta a la cuadra; cosas de gente normal en definitiva, y no de un ermitaño. Pero, como no quería ver ni escuchar ninguna de las dos cosas, yo le acepté los fideos. Con eso la contentamos un poco aunque sea, y nos la pudimos sacar de encima después de que nos contara sobre sus gatos y su nieto que no la iba a visitar. Le devolvimos la olla cuando la vimos pasar la siguiente semana, acompañado con el comentario al volar de que estaban ricos los fideos -estaban riquísimos más bien, pero si lo recalcábamos más de la cuenta la íbamos a tener todos los mediodias con una comida distinta en el vivero. Sin embargo, a las semanas la tuvimos con una fuente de ravioles de acelga en la puerta.

―Esto sí podés comer, ¿no? ―lo interpeló a Tignari, pero sonrió alegremente tras ver que le asintió con la cabeza―. Mejor así, porque me anoté en un curso de comida vegetariana y vos tenés que probar cómo me salen.

Si no hubiera sido por las señoras que se preocupaban por nosotros, los días en el vivero hubieran pasado a cuentagota por mucho que nos gustara nuestro trabajo. Después de todo, el Nilo era un invernadero de lo más precario, tanto que la mayor parte de la estructura se sostenía a fuerza de enredaderas y tutores de dos metros. Pero no podíamos quejarnos: ganábamos lo suficiente como para cubrir gastos de alquiler, comida, vestir y algunas mini vacaciones de vez en cuando. Aún así, ahorrábamos en todo lo que podíamos porque lo que no fuera esencial para mantener nuestro bienestar, iba destinado a los estudios independientes que llevábamos en el cuarto anexado. Nosotros solitos habíamos construido ese lugar para nosotros, para trabajar sin descuidar nuestros estudios, con la ayuda de nuestros amigos, en el terreno baldío del abuelo de Tignari. Tratábamos de mantenerlo lo más armonioso posible, para no espantar más a los clientes, pero el espacio era reducido y nosotros muy avariciosos con nuestra variedad en mercadería. Un buen día me cansé y me fui contra Tignari.

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⏰ Última actualización: May 05 ⏰

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