21. Hogar, dulce hogar

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Jaime odiaba la ciudad donde creció. Pensar en recorrer las mismas calles que atestiguaron su niñez y adolescencia le causaba un retorcijón en las entrañas. Las amistades no se le dieron bien, cada grado escolar antes de irse a estudiar a la universidad fue un verdadero suplicio. Lo único que seguía atándolo a ese lugar de pesadilla era su mamá. Ella y los chismes entre las vecinas, en los que era protagonista de cualquier hazaña inventada por la cabeza de su progenitora. Esas mismas anécdotas, con mucho de fantasía y una pizca de realidad, fueron las que lo hicieron blanco de admiración, por un lado, y envidia por el otro.

Al principio se preguntaba por qué parecía ganarse tan fácil la antipatía de los niños de su edad en el vecindario. Hasta que descubrió a su madre hablando con las madres de ellos, enalteciéndolo y haciendo que las otras se maravillaran. Luego, supo de primera mano que su supuesta perfección salía a relucir cuando esas mujeres disciplinaban a sus propios hijos.

En esas circunstancias él mismo sintió el impulso de aborrecerse. A ojos del resto era el perfecto hijo de Licha, un perfecto al que le costaba hablarles, no por arrogancia sino por timidez. La mayoría decidió creer lo primero, excepto ella, la niña que se dio la oportunidad de saludarlo y regalarle su amistad, a pesar de que el resto la presionó para ignorarlo.

Apartó aquellas memorias al pasar bajo el enorme letrero verde de bienvenida, y tomó la mano de Julia. Su compañía era un analgésico a las malas experiencias, especialmente las de ese amor frustrado que nació para marchitarse lenta y dolorosamente.

En el asiento de atrás, Memo y Ángela seguían hablando a murmullos ininteligibles debido en gran parte al sonido del aire acondicionado del auto y a la radio.

—¿Qué música te gusta? —preguntó Julia, estrechándole los dedos con dulzura—. Siempre pones esa estación...

—Es muy aburrida, ¿no?

Julia rio, aunque en el fondo comenzaba a preguntarse por qué Jaime se calificaba precisamente con ese adjetivo. Empezó a creer que alguien más se lo impuso, descartando que fuera producto del propio convencimiento.

Poco después, llegaron a la casa de la mamá de Memo. Ángela y él se quedarían ahí, mientras que Jaime y Julia se hospedarían con la madre de Jaime. Estuvieron ahí un rato, acompañando a la pareja hasta que su anfitriona se convenció de que podía dejar en parte su recelo. Al final, aceptó la presencia de la muchacha acompañando a su hijo, y los otros dos pudieron irse.

De camino, Julia se debatió si preguntar a Jaime lo que llevaba rato rondando su cabeza.

—¿Tu madre es tan desconfiada como tu tía? —Liberó la duda viendo directo el perfil del hombre a su lado, concentrado en la calle frente a él.

—No. —«Tiene otros problemas» pensó sin llegar a decirlo, y carraspeó para apartar su falta de honestidad. No quería ponerla nerviosa—. Todo estará bien.

Para Julia era difícil creerlo cuando vio a la madre de Memo bombardear a Ángela con preguntas, incluso insinuaciones veladas que su novio intentó minimizar, aunque pareció no importarle a la férrea progenitora. Sin embargo, al llegar a su destino, se encontró con un panorama distinto. Licha salió a recibirlos con una sonrisa amable y miles de comentarios dedicados a hacerla sentir como en casa.

Sintió el abrazo de bienvenida y presentación tan sincero que se dio cuenta del aire que había estado reteniendo, y lo liberó en ese instante. Detrás de la mujer, iban dos perros chicos, una mezcla de caniche con alguna otra raza de genética no identificada. La casa no era grande, así que pudo ver en la habitación al fondo del pasillo a otros tres perros de mayor tamaño, y absorber el aroma tan presente en ellos. Descansaban a sus anchas en el suelo, disfrutando de la brisa fresca que proporcionaba un ventilador de techo.

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