XVII. El que ha visto un espíritu ya no podrá estar como si no lo hubiera visto

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La agencia se había edificado en una especie de territorio nombrado Edés que unía a sus principales proveedores frente a la vastedad del desierto.

Bueno, vastedad, en comparación a los cuatro continentes que formaban Arcasia a su lado, porque al tener A Danalef delante de nuevo, Raidna se sorprendió pensando que era una nimiedad si recordaba el océano thanisiaco.

Con una mano en las cejas, vio que el planeta continuaba mostrándose impasible en el cielo. Aquel día, Tyreus había decidido iluminar todo Marathierde con una alegría repugnante de la que ella ahora no era partícipe; ni siquiera vestida de rojo.

Bajó la vista cuando Rigel Reda —que se había ofrecido acompañarla— la advirtió, subido a una roca, de que debían seguir andando hacia el norte. Y aquello logró que pudiera observar a tiempo a una adorable pareja de lagartos de komodoro deslizarse en una de las grietas en forma de media luna que, además de partir la tierra, probablemente también hacía de su hogar.

Obtuvo algo con lo que forzar, al menos, una media sonrisa.

Le habían reinformado de que como el gran astrónomo reconocido que era, Promtus Deneb Ae inspeccionaba los cielos cada mañana y cada noche en el Gran Reflector, un telescopio de cuarenta pies que dos hermanos de Togoska habían diseñado y ayudado a edificar entre el novecientos ochenta y siete y noventa y ocho después de los D., hasta su muerte por agotamiento; y que, por lo tanto, tendría que ir allí si lo que quería era darle su agradecimiento.

—Así también prueba a salir un poco —le sonrió una de sus cuidadoras.

Reda le ofreció su brazo una vez consiguió trotar a su lado, a pocos metros del instrumento que empezaba a asomar entre las dunas que los separaba de lo que se utilizaba como pistas de vuelo. Y tras unos pasos, le dijo:

—Estoy seguro de que a él le gustará tener una charla contigo.

El checleliano era amable, del mismo modo que lo era Columba Al-tair, a quién también imitaba en aspecto; lo cual no era raro entre los checlelianos, pero a Raidna le costaba dirigirle siquiera un vistazo cordial debido a ello.

—¿Por qué? —le cuestionó, con sorna.

—Intuición —respondió el muchacho, provocando que la chica desviara la mirada hacia unas danalefas que lucían vivos pétalos de color violáceo alrededor de una grieta fina, pero profunda, que atravesaba de punta a punta el mayor trozo de tierra árida.

Eran las únicas flores de origen natural capaces de resistir las condiciones del planeta, y, como su nombre indicaba, habían sido la base para la heroína que a Marle tanto le gustaba.

Estaban a catorce de karka y este seguía sin despertar, pensó la doctora, incapaz de eludirlo.

El telescopio se hizo más visible a medida que se acercaron, con los soldados rodeándolos en una perfecta formación: seis en cada punta del círculo imaginario, cuatro delante de ellos y otros dos atrás, cargados con AAT-1 y armas de aire comprimido que estrujaban con su brazo izquierdo sin dificultad; siempre apuntando hacia arriba y listos para recolocarla en un santiamén y disparar. Sobre todo, si a ella se le ocurría hacer alguna tontería, ya que las AAT-1 eran más armas para los gusanos que lograran destruir y atravesar la barrera eléctrica que ocultaban las acumulaciones de arena.

«Tranquilos, apenas tengo ánimo para nada», se burló Raidna, cínica, mientras se entretenía repasando el aspecto del Reflector que, a esas alturas del camino, era tan inmenso como una eslangevoda de Mungo. Lo conformaba un tubo construido a base de chapas que encajaba sobre una montura altazimutal orientable, y estaba protegido por un armazón de escaleras sobre ruedas por el que se podía abrillantar el espejo que apuntaba al universo, pues era normal que el metal a su alrededor se oxidara a causa de Tyreus; al que de pronto cubrió una nube negra —en Marathierde no existían de otro color— por encima de las cabezas de todos. Reda carraspeó, incómodo por lo tenebrosamente discordante que resultaba esta con el resto del esplendente panorama. Sin embargo, al ver que la doctora tampoco le miraba en esas, habló a la par que le tocaba con suavidad la mano con la cual que le sostenía.

HundidosWhere stories live. Discover now