Reto exprés - Confesión

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Escribir una escena a partir de la siguiente confesión de internet:

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Aún no amanecía, pero yo ya estaba de pie. Me había bañado velozmente con el agua fría y la menor cantidad de shampoo posible. Estaba cansada, pero no podía demorarme o llegaría tarde. Miré por la ventana mientras masticaba a toda velocidad un pan a medio tostar y engullía mi café sin azúcar. El cielo estaba todavía oscuro y una fina llovizna lo cubría todo. Había llovido así toda la madrugada y no parecía amainar. Suspiré, como todas las mañanas. Me lavé los dientes procurando no usar menos de 30 segundos en el cepillado y me puse un impermeable de plástico encima del uniforme blanco que usaba para trabajar en la clínica.

Me puse la mochila a la espalda y tomé en los brazos el paquete de ropa limpia que mi madre debía entregar hoy. Ya me lo había dejado envuelto en una bolsa de plástico. Una lágrima corrió por mi mejilla al tiempo que el aroma del jabón inundaba mi nariz. Así había olido mi ropa siempre, y ahora olían así todas las prendas que mi madre lavaba para otros, con tal de ganar unos pesitos extra. Estuve a punto de quebrarme, pero me contuve. Sin importar nuestras circunstancias, yo tenía que entregar la ropa y llegar a mi propio trabajo, así que me armé con una media sonrisa y salí a la calle cubierta por un pequeño paraguas que había comprado en el metro.

Caminé hasta la parada del camión y esperé junto con otras personas. Por supuesto, estaba a reventar aquello, pero yo no tenía opción. Mi padre no había vuelto de su viaje de negocios, así que yo tenía que arreglármelas con mis recursos. En mi mente repasé una vez más mis cuentas. Sabía que mis padres no podían darme un coche, pero si seguía ahorrando como hasta entonces, en dos años más podría pagar el enganche de un coche seminuevo. ¡Cómo anhelaba yo eso!

Miré entonces a los carros junto al camión. Las personas adentro se veían somnolientas, cansadas, aburridas del tráfico interminable. Pero yo no podía evitar comparar sus incomodidades con las mías. Tenían su propio espacio; no iban de pie en el estribo del camión, procurando que sus cosas no se maltrataran o fueran robadas. Entonces, lo recordé. Ese día había olvidado guardar el celular al fondo de mi mochila. Revisé mentalmente en el bolsillo de mi pantalón. Todavía podía sentir mi celular ahí; respiré. No había manera de sacarlo sin tocar accidentalmente al señor que estaba enfrente de mí... o pegado a mí, más bien.

Me bajé con esfuerzo en el siguiente semáforo y corrí al metro. Me gustaba el olor de la lluvia, pero aquella mañana solo lo empeoraba todo: el tráfico, el olor de las alcantarillas, los charcos en las calles, el sudor de la gente en el metro...

Un poco más y llegaría al fin a mi trabajo. Mi trabajo. Sonreí al pensarlo. Era cierto que mis padres no habían podido apoyarme para estudiar Medicina, porque es una carrera demasiado larga, pero al menos había logrado estudiar Enfermería. A mi manera, estaba logrando mi sueño de ayudar a la gente. Pensé entonces en las mujeres que darían aluz aquel día y las que probablemente ya tendrían en aquellos momentos a sus bebés en brazos.

Una estación más. Miré el reloj. Sin importar mis esfuerzos, ya iba tarde. Traté de no maldecir al metro, la lluvia y la basura de la calle que provocaban tanto tráfico, pero comenzaba a irritarme sin remedio. Respiré hondo, ignorando los olores que percibía. Finalmente, me bajé del metro empujando a la gente con fuerza, pero sin tirar a nadie. Era una cortesía urbana sobrentendida. Corrí con fuerza escaleras arriba y así, al frío exterior donde la llovizna no había cesado. En el horizonte, el sol comenzaba a estirar sus rayos por encima de la ciudad. Debía darme prisa. Corrí a un edificio y saludé al portero, como siempre. Le entregué el paquete de ropa y corrí de regreso al metro. Tres estaciones más y llegaría a mi trabajo.

Cuando llegué a la clínica, ya estaba harta de todo... y el día apenas empezaba. Me lavé la cara y los brazos. Me acomodé de nuevo el cabello en un apretado chongo y preparé mi mejor sonrisa para visitar los cuneros. Y ahí estaban, aquellas criaturitas recién llegadas al mundo, con miles de oportunidades por delante. Una compañera me llamó entonces sin siquiera saludar. La mamá del cuarto ocho ya estaba dando a luz. Ambas corrimos a limpiar al bebé.

En el momento en que nosotras entramos, el bebé estaba saliendo ya, pero la joven lloraba porque su marido no estaba ahí. Decía que había salido a buscar algo de desayunar, que todo había sido muy rápido, que por favor le llamáramos a su celular. Los enfermeros solo le decían que sí, pero no parecían dispuestos a hacerlo. Entonces, yo me acerqué a ella, con mi celular en la mano. Me dictó el número rápidamente y la prepararon para trasladarla de nuevo. Yo me quedé hecha un hielo. Había tecleado el número conforme ella me lo dictaba... y el nombre de mi padre había aparecido en la pantalla. La miré detenidamente por primera vez. Era muy joven, casi de mi edad.

Todas las piezas encajaron en mi mente en un segundo. La pobreza en mi casa, mis turnos dobles, mi madre lavando ajeno, el shampoo barato que dosificábamos en casa, los constantes viajes de negocios de mi padre y su continua promesa de que algún día saldríamos adelante. Regresé junto a mi compañera y recibí el bebé de sus manos. Lo llevé al cunero, con todas las emociones haciendo un remolino en mi interior. Era el bebé de mi padre con otra mujer.

Lo puse en su cunero lo más rápido que pude. Mis manos temblaban sin control. Anoté el número de mi padre en un papel y le pedí a mi compañera que le llamara. Ella salió nuevamente del área de los cuneros. Miré al bebé frente a mí. Podía cubrirle la boca y el nariz y nadie se daría cuenta. Los bebés mueren a veces, simplemente así. Aquella clínica era vieja y sin cámaras. No había nadie a mi alrededor. Sería cosa de unos segundos. Pero entonces, una idea me desarmó: ese bebé odioso... era mi hermano.

Sin pensarlo más, lo cambié con el bebé de al lado. Al cargar a este, un escalofrío me recorrió la espalda. El pequeño estaba frío, muy frío. Lo puse en el cunero ocho y lo revisé. Debía de haber fallecido hacía no más de una hora. Mi hermano, en cambio, se removía inquieto en el número siete. Estaba hecho. Aquel día, en cuanto me fue posible, tomé foto a la información de la madre del cunero siete. No perdería rastro de mi hermano, y me prometí que el secreto se iría conmigo. Levanté el reporte con mi compañera y ella fue a dar la terrible noticia a la amante de mi padre. Yo terminé el papeleo y decidí ir a buscar un chocolate en la máquina.

Al salir al pasillo, me topé de frente con mi padre. Se puso rojo, listo para argumentar tonterías, pero no le di la oportunidad.

–¿Cuarto ocho, verdad? –le pregunté simplemente.

Él asintió, todavía a la defensiva.

–Lo siento mucho –le dije con frialdad, y me alejé sin más.

No me importó que le doliera, ni que hubiera pasado los siguientes minutos llorando y peleando con la joven mujer. Simplemente, me alejé.

Esa tarde, cambié las chapas de la casa y le conté a mi madre casi toda la historia, omitiendo la parte en la que mi medio hermano estaba vivio y con otras personas. Mi familia se desintegró, mis abuelos se enojaron con mi madre por razones estúpidas y los hermanos de mi padre aparecieron después de muchos años de ausencia para dar su opinión y volver a desaparecer. Unos meses después, me fui a vivir con una amiga y mi madre "arregló" las cosas con mi padre. Yo nunca le volví a hablar a él, sin importar lo que dijeran en la familia. En cambio, logré acercarme a la pareja del cunero siete y ver a mi hermanito crecer. No me arrepiento de nada.


Imagen de Pixabay.


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