31 - Roto

30 4 0
                                    

Amenadiel era el mayor. El Primero. Y aunque el tiempo transcurrido entre él y el siguiente de sus hermanos había sido cuestión de días, existía una sensación de superioridad derivada de ser el original que Él había formado. No tan poderoso como los arcángeles que le siguieron, ni con un deber tan divisorio como los hermanos menores, aun así había cumplido su papel lo mejor que pudo. En aquellos primeros días, los demás le buscaban en busca de consejo y consuelo. Le respetaban, le querían y le admiraban. Y él, a su vez, les había devuelto estos preciados dones, una fuerte presencia en el Cielo que era más cálida que Miguel, más firme que Gabriel, y que cubría el hueco dejado por su hermano Caído, ocultando la herida con su propia sombra.

Se enorgullecía de saber siempre qué hacer, de ser a quien su padre encomendaba las tareas más difíciles. Pero ahora, al ver que Lucifer seguía llorando, con el cuerpo temblando de tanto dolor, se sentía inútil. Más que inútil, en realidad.

El ángel más joven había dejado por fin de balancearse en los diez minutos transcurridos desde que Chloe subió a la colina y ahora estaba anormalmente quieto, a no ser por los incesantes temblores involuntarios, con los ojos húmedos fijos en la lejana colina donde ella había desaparecido, mientras lágrimas incontroladas seguían brotando de entre los párpados hinchados. Seguía murmurando en voz baja, suplicando que ella regresara, pero había una cualidad ausente en ello, como si la mente de Lucifer no fuera consciente de que su boca seguía moviéndose. Tenía la pierna herida torpemente extendida ante él, la otra fuertemente acurrucada contra el pecho, con las manos temblorosas alrededor de la rodilla. Su pecho desnudo se agitaba con grandes traqueteos y respiraciones llenas de dolor.

Amenadiel no sabía qué hacer.

Estaba su lado lógico, al que era más dado a escuchar. Le decía que debían moverse pronto o, al menos, ocultar las alas de Lucifer. Con todo el ruido que habían hecho, alguien debía de haberlo oído e incluso ahora, los humanos podrían estar preparándose para pulular por la zona. Puede que no tuviera la capacidad de llevarlos volando de forma segura, pero aún le quedaba el coche que él y Maze habían cogido. Lucifer no parecía capaz de moverse, pero Amenadiel podía arrastrarlo por la colina si lo necesitaba.

Luego estaba la otra mitad de él, más tranquila, más suave. Y era ese lado el que estaba pegado a la forma encorvada de Lucifer, el que no podía apartarse de la forma en que el cuerpo más pequeño de su hermano se agitaba y temblaba, como si cada respiración entrecortada fuera otra herida de bala. Pero eran las lágrimas más que nada lo que le mantenía clavado en el sitio, inmóvil salvo por la lenta rotación de su sombra por el suelo cuando el sol asomaba entre las colinas circundantes.

No recordaba la última vez que Lucifer había llorado, si es que lo había hecho alguna vez. Samael lloraba, no Lucifer. No, Lucifer escupía insultos y siempre luchaba. Si le inmovilizabas, te daba un puñetazo. Rómpele un brazo y te dará una patada. Aplástale las piernas y te morderá. Ningún tipo de dolor, de lucha, podía humedecer sus ojos. Lo único que conseguía era despertar una furia aún más profunda, como si existiera dentro de él un pozo de fuego puro. Toda su existencia estaba alimentada por la ira y la búsqueda egoísta de diversión. La pena, no tenía cabida en su ser.

El día de la Caída, Amenadiel había llorado la pérdida de un hermano. Samael había sido el que había caído, pero Lucifer había sido el que se había levantado. Los dos eran casi irreconocibles la mayor parte del tiempo, Lucifer no era más que un extraño que llevaba el rostro de Samael.

O eso había pensado Amenadiel.

Porque aquella forma desolada, aquellos ojos marrones llorosos, las alas inertes. Ése era Samael.

Tragó saliva, atreviéndose a dar unos pasos vacilantes hacia el ángel más joven. Durante eones, había mantenido a Samael y a Lucifer separados en su mente. Había tenido sentido. No, se estremeció, sus pasos tartamudeaban, había facilitado las cosas. Arrastrar a Samael al Infierno, el ángel que había llorado más a menudo de lo debido. Que siempre había tenido una palabra amable para sus hermanos pequeños. Que constantemente había gastado bromas o arrastrado a Miguel a aventuras equivocadas.

Lucifer - Cristales ✔️Where stories live. Discover now