Parte 1 El Debate

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Aparecieron alineados en una formación rígida y formal, pero no se trataba de una marcha a pesar de lo conjuntado de su avance. Pasaban entre los árboles en perfecta sincronía, como una procesión de sombras negras suspendidas a pocos centímetros del suelo cubierto de nieve, de ahí ese desplazamiento suyo tan desenvuelto.
Hice un recuento de efectivos, no pude evitarlo. Eran treinta y dos, y eso sin contar a las dos figuras de capas negras y aspecto frágil que merodeaban en la retaguardia. Parecían las esposas. Lo protegido de su posición sugería que no iban a participar en el ataque. Aun así, nos sobrepasaban en número. Seguíamos siendo diecinueve combatientes y siete testigos que iban a presenciar cómo nos hacían puré. Nos tenían en sus manos incluso contando con el concurso de los diez lobos. -Se acercan los casacas rojas, se acercan los casacas rojas -musitó Garrett para el cuello de su camisa antes de soltar una risa entre dientes y acercarse un paso a Kate. -Así que han venido -comentó Vladimir a Stefan con un hilo de voz. -Ahí están las damas, y toda la guardia -contestó Stefan, siseante-. Míralos, todos juntitos. Hicimos bien en no intentarlo en Volterra. Y entonces, mientras los Vulturis avanzaban con paso lento y mayestático, como si esos efectivos no bastasen, otro grupo comenzó a ocupar las posiciones de retaguardia en el claro. Aquella oleada de vampiros parecía no tener fin y una miríada de emociones les alteraba los semblantes, la viva antítesis de los rostros disciplinados e inexpresivos de la guardia de los Vulturis. Al principio, reinó entre los recién llegados la sorpresa y una cierta ansiedad al descubrir una inesperada fuerza de combate a la espera, pero esa preocupación pasó enseguida y se sintieron seguros gracias a la superioridad numérica y a su posición en retaguardia, detrás de la imbatible tropa de los Vulturis. Las facciones de los vampiros recuperaron la compostura y el gesto que tenían antes de habernos visto. Los rostros eran tan transparentes que resultaba fácil comprender su disposición de ánimo. Ese gentío airado era presa del frenesí y todos reclamaban justicia. No había comprendido que el tema de los niños inmortales levantaba ampollas entre los hijos de la noche hasta que estudié aquellos semblantes. Esa horda abigarrada y caótica de cuarenta y tantos vampiros eran los testigos de los Vulturis, los encargados de extender la buena nueva de que se había erradicado el crimen una vez que estuviéramos muertos y también de atestiguar que los cabecillas italianos se habían limitado a actuar con imparcialidad. La mayoría parecía albergar cierta esperanza no sólo de presenciar la masacre, sino también de participar a la hora de desmembrarnos y quemarnos. No íbamos a durar ni un padrenuestro. Incluso aunque nos las ingeniáramos para neutralizar las ventajas de los Vulturis, ellos nos podrían aplastar por el simple empuje físico de sus cuerpos. Incluso aunque matáramos a Demetri, Jacob no iba a ser capaz de dejar atrás a todos ellos. Mis compañeros más próximos lo percibían del mismo modo que yo, lo noté con claridad. La desesperación flotaba en el ambiente más que nunca y me dejó totalmente abatida. Un vampiro de la fuerza enemiga parecía no pertenecer a ninguno de los bandos. Identifiqué a Irina mientras ella dudaba entre las dos compañías con una expresión diferente a la de todos los demás. No apartaba la mirada horrorizada de la posición de Tanya, situada en primera línea. Edward profirió un gruñido bajo pero elocuente. -Alistair estaba en lo cierto -avisó a Carlisle. Vi cómo el aludido interrogaba a mi marido con la vista. -¿Que Alistair tenía razón...? -preguntó Tanya en voz baja. -Cayo y Aro vienen a destruir y aniquilar -contestó Edward con voz sofocada. Habló tan bajo que sólo fue posible oírle en nuestro bando-. Han puesto en juego múltiples estrategias. Si la acusación de Irina resultara ser falsa, llegan dispuestos a encontrar cualquier otra razón por la que cobrarse venganza, pero son de lo más optimistas ahora que han visto a Renesmee. Todavía podríamos hacer el intento de defendernos de los cargos amañados, y ellos deberían detenerse para saber la verdad de la niña -luego, en voz todavía más baja, agregó-: Pero no tienen intención de hacerlo. Jacob jadeó, malhumorado. La procesión se detuvo de sopetón al cabo de dos segundos y dejó de sonar la suave música producida por el roce de los movimientos sincronizados. La disciplina sin mácula se mantuvo inalterable y los Vulturis permanecieron firmes y completamente inmóviles a unos cien metros de nuestra posición. Oí el latido de muchos corazones enormes, más cerca que antes, en la retaguardia y a los lados. Me arriesgué a mirar con el rabillo del ojo a derecha e izquierda para averiguar qué había detenido el avance de los Vulturis. Los licántropos se habían unido a nosotros. Los lobos adoptaron posiciones a cada extremo de nuestra desigual línea, adoptando sendas formaciones alargadas en los flancos. Me percaté en un instante de que había más de diez lobos. Identifiqué a los ya conocidos y supe que había otros a los que no había visto nunca. Dieciséis licántropos distribuidos de forma equitativa en los lados, diecisiete si contábamos a Jacob. La altura y el grosor de las garras hablaban bien a las claras de la juventud de los recién llegados; eran muy, muy jóvenes. «Debería haberlo imaginado», pensé para mis adentros. La explosión demográfica de los hombres lobo era inevitable con tanto vampiro suelto pululando por los alrededores. Iban a morir más niños con aquella decisión. Me pregunté por qué Sam había permitido aquello y luego comprendí que no le quedaba otro remedio. Si un solo licántropo luchaba a nuestro favor, los Vulturis se asegurarían de rastrearlos y perseguirlos a todos. Se jugaban el futuro de su especie en este envite. E íbamos a perder. De pronto, me enfadé, y más que eso, se apoderó de mí un instinto homicida que disipó por completo mi absoluta desesperación. Un tenue fulgor rojizo realzaba el perfil de las sombrías siluetas que tenía delante de mí. En ese momento, únicamente deseaba contar con la oportunidad de hundir los dientes en ellas, desmembrarlas y apilar las extremidades para prenderles fuego. Estaba tan enloquecida que no habría vacilado en bailar alrededor de la pira mientras se tostaban vivos y habría reído de buena gana conforme se convertían en cenizas. Curvé hacia atrás los labios en un gesto automático y proferí por la garganta un feroz gruñido que nacía en el fondo de mi estómago. Comprendí que las comisuras de mis labios se habían curvado en una sonrisa. Junto a mí, Zafrina y Senna corearon mi rugido ahogado. Edward y yo seguíamos tomados de la mano, y él me la estrechó, conminándome a ser cauta. Casi todos los rostros de los Vulturis continuaban impasibles. Sólo dos pares de ojos traicionaban esa aparente indiferencia. Aro y Cayo, en el centro del grupo y cogidos de la mano, se habían detenido para evaluar la situación. La guardia al completo los había imitado y se habían detenido a la espera de que dieran la orden de matar. Los cabecillas no se miraban entre sí, pero era obvio que se hallaban en permanente contacto. Marco tocaba la otra mano de Aro, pero no parecía tomar parte en la conversación. No tenía una expresión de autómata, como la de los guardias, pero se mostraba casi inexpresivo. Al parecer se encontraba completamente hastiado, como la vez anterior que le vi. Los testigos de los Vulturis inclinaron el cuerpo hacia delante, con las miradas clavadas en Renesmee y en mí, pero continuaron en las lindes del bosque, dejando un amplio espacio de maniobra entre ellos y los soldados. Irina asomó la cabeza por encima de los Vulturis, a escasos metros de las dos ancianas de cabellos canos, piel pulverulenta y ojos vidriados, y de los dos ciclópeos guardaespaldas. Una mujer envuelta en una de las capas de un tono de gris más oscuro se había situado detrás de Aro. No podía estar segura del todo, pero daba la impresión de que le estaba tocando la espalda. ¿Era ése el otro escudo, Renata? Me pregunté si ella sería capaz de rechazarme. No obstante, no iba a desperdiciar mi vida intentando tumbar a Cayo y Aro. Había otros objetivos más importantes. Peiné la línea rival con la vista y no tuve dificultad alguna en localizar la posición de dos pequeñas figuras envueltas en capas grises, no muy lejos de donde se cocían las decisiones. Alec y Jane, probablemente los miembros más menudos de la guardia, permanecían junto a Marco, flanqueados al otro lado por Demetri. Sus adorables rostros no delataban emoción alguna. Lucían las capas más oscuras, en sintonía con el negro puro de las de los antiguos. Los gemelos brujos, como los llamaba Vladimir, eran la piedra angular de la ofensiva de los Vulturis. Las piezas selectas de la colección de Aro. Flexioné los músculos mientras la boca se me llenaba de veneno. Cayo y Aro recorrían nuestra fila con esos ojos como ascuas ensombrecidas por las capas. Vi escrito el desencanto en las facciones de Aro mientras su mirada iba y venía sin cesar, en busca de una persona a la que echaba en falta. Frunció los labios con disgusto. En ese instante, me sentí más que agradecida por la deserción de Alice. La respiración de Edward aumentó de cadencia conforme la pausa se prolongaba. -¿Qué opinas, Edward? -preguntó Carlisle con un hilo de voz. Estaba ansioso. -No están muy seguros de cómo proceder. Sopesan las opciones y eligen los objetivos clave: Eleazar, Tanya, tú, por descontado, y yo mismo. Marco está valorando la fuerza de nuestras ataduras. Les preocupan sobremanera los rostros que no identifican, Zafrina y Senna sobre todo, y los lobos, eso por supuesto. Nunca antes se habían visto sobrepasados en número. Eso es lo que les detiene. -¿Sobrepasados...? -cuchicheó Tanya con incredulidad. -No cuentan con la participación de los espectadores -contestó Edward-. Son un cero a la izquierda en un combate. Están ahí porque Aro gusta de tener público. -¿Debería hablarles? -preguntó Carlisle. Edward adoptó una expresión vacilante durante unos segundos, pero luego asintió. -No vas a tener otra ocasión. Carlisle cuadró los hombros y se alejó varios pasos de nuestra línea defensiva. Qué poca gracia me hacía verle ahí solo y desprotegido. Extendió los brazos y puso las palmas hacia arriba a modo de bienvenida. -Aro, mi viejo amigo, han pasado siglos... Durante un buen rato, reinó un silencio sepulcral en el claro nevado. Pude percibir cómo iba creciendo la tensión en mi marido cuando Aro evaluó las palabras de Carlisle. La tirantez iba a más conforme transcurrían los segundos. Entonces, Aro avanzó desde el centro de la formación enemiga. El escudo del cabecilla, Renata, le acompañó como si las yemas de sus dedos estuvieran pegadas a la túnica de su amo. Las líneas Vulturis reaccionaron por vez primera. Un gruñido apagado cruzó sus filas, pusieron rostro de combate y crisparon los labios para exhibir los colmillos. Unos pocos guardias se acuclillaron, prestos para correr. Aro alzó una mano a fin de contenerlos. -Paz. Anduvo unos pocos pasos más y luego ladeó la cabeza. La curiosidad centelleó en sus ojos blanquecinos.
-Hermosas palabras, Carlisle -resopló con esa vocecilla suya tan etérea-. Parecen fuera de lugar si consideramos el ejército que has reclutado para matarnos a mí y mis allegados. Carlisle sacudió la cabeza para negar la acusación y le tendió la mano derecha como si no mediaran cien metros entre ambos. -Basta con que toques mi palma para saber que jamás fue ésa mi intención. Aro entornó sus ojos legañosos. -¿Qué puede importar el propósito, mi querido amigo, a la vista de cuanto has hecho? A continuación, torció el gesto y una sombra de tristeza le nubló el semblante. No fui capaz de dilucidar si Aro fingía o no. -No he cometido el crimen por el que me vas a sentenciar. -Hazte a un lado en tal caso y déjanos castigar a los responsables. De veras, Carlisle, nada me complacería más que respetar tu vida en el día de hoy. -Nadie ha roto la ley, Aro, deja que te lo explique -insistió Carlisle, que ofreció otra vez su mano. Cayo llegó en silencio junto a Aro antes de que éste pudiera responder. -Has creado y te has impuesto muchas reglas absurdas y leyes innecesarias - siseó el anciano de pelo blanco-. ¿Cómo es posible que defiendas el quebrantamiento de la única importante? -Nadie ha vulnerado la ley. Si me escucharais... -Vemos a la cría, Carlisle -refunfuñó Cayo-. No nos tomes por idiotas. -Ella no es inmortal, ni tampoco vampiro. Puedo demostrarlo en cuestión de segundos. -Si ella no es una de las prohibidas -le atajó Cayo-, entonces, dime, ¿por qué has reclutado un batallón para defenderla? -Son testigos como los que tú has traído, Cayo. -Carlisle hizo un gesto hacia la linde del bosque, donde estaba la horda enojada; algunos integrantes de la misma reaccionaron con gruñidos-. Cualquiera de esos amigos puede declarar la verdad acerca de esa niña, y también puedes verlo por ti mismo, Cayo. Observa el flujo de la sangre por sus mejillas. -¡Eso es un subterfugio! -le espetó Cayo-. ¿Dónde está la denunciante? ¡Que se adelante! -Estiró el cuello y miró a su alrededor hasta localizar a la rezagada Irina detrás de las ancianas-. ¡Tú, ven aquí! La interpelada le miró con fijeza y desconcierto. Su rostro parecía el de quien no se ha recuperado de la pesadilla de la que se ha despertado. Cayo chasqueó los dedos con impaciencia. Uno de los guardaespaldas de las brujas se colocó junto a Irina y le propinó un empellón. Ella parpadeó dos veces y luego echó a andar en dirección a Cayo ofuscada por completo. Se detuvo a unos metros del cabecilla, todavía sin apartar los ojos de sus hermanas. Cayo salvó la distancia existente y le cruzó la cara de una bofetada. El tortazo no debió de hacerle mucho daño, pero resultó de lo más humillante. La escena recordaba a alguien pateando a un perro. Tanya y Kate sisearon a la vez. Irina se envaró y al final miró a Cayo; éste señaló a Renesmee con uno de sus dedos engarfiados. La niña seguía colgada a mi espalda, con los dedos hundidos en el pelaje de Jacob. Cayo se puso púrpura al verme tan furiosa. Un gruñido retumbó en el pecho de Jacob. -¿Es ésa la cría que viste? -preguntó Cayo-. La que era manifiestamente más que humana... Irina nos miró con ojos de miope, estudiando a mi hija por vez primera desde que pisó el claro. Ladeó la cabeza con la confusión escrita en las facciones. -¿Y bien...?-rezongó el líder de los Vulturis. -No... no estoy segura -admitió ella con tono perplejo. La mano del anciano se tensó, como si fuera a abofetearla de nuevo. -¿Qué quieres decir con eso? -quiso saber Cayo en un susurro acerado. -No es igual, aunque creo que podría ser ella, es decir, me parece que lo es, pero ha cambiado. La que vi no era tan grande como ésa... Su interlocutor soltó un jadeo entrecortado entre los dientes, de pronto perfectamente visibles. La vampira enmudeció antes de terminar. Aro revoloteó hasta la altura de Cayo y le puso una mano en el hombro a fin de calmarle. -Sosiégate, hermano. Disponemos de tiempo para dilucidar esto. No hay necesidad de apresurarse. Cayo le volvió la espalda a Irina con expresión malhumorada. -Ahora, dulzura -empezó Aro con voz melosa y aterciopelada mientras extendía la mano hacia la confusa vampira-, muéstrame qué intentas decir. Irina tomó la mano del Vulturis con algunos reparos. Él retuvo la suya por un lapso no superior a cinco segundos. -¿Lo ves, Cayo? -murmuró-. Obtener lo que deseamos es muy fácil. El interpelado no le respondió. Aro miró con el rabillo del ojo a su público y a sus tropas, luego se volvió hacia Carlisle.
-Al parecer, tenemos un misterio entre manos. Da la impresión de que la niña ha crecido a pesar de que el primer recuerdo de Irina correspondía de forma indiscutible al de una inmortal. ¡Qué curioso! -Esto es justo lo que intentaba explicar -repuso Carlisle. Hubo un cambio en el tono de su voz, supuse que a causa del alivio. Ésa era la pausa en la que habíamos depositado nuestras dubitativas esperanzas. Yo no experimenté alivio alguno. Me limité a esperar, insensible de pura rabia, al desarrollo de la estrategia que me había anunciado Edward. Carlisle tendió la mano una vez más. Aro vaciló durante un momento. -Preferiría la versión de algún protagonista de la historia, amigo mío. ¿Me equivoco al aventurar que esta violación de la ley no es cosa tuya? -Nadie ha quebrantado la ley. -Sea como sea, he de obtener todas las caras de la verdad. -La voz sedosa de Aro se endureció-. El mejor medio para conseguirlo es ese prodigio de hijo tuyo. - Ladeó la cabeza en dirección a Edward-. Asumo cierta participación por su parte a juzgar por cómo se aferra la niña a la compañera neófita de Edward. Naturalmente que deseaba a mi marido. Se enteraría de los pensamientos de todos una vez que pudiera ver los pensamientos de Edward; los de todos, salvo los míos. Mi esposo se volvió para depositar un beso apresurado en mi frente y en la de la niña. Luego, echó a andar con grandes zancadas por el campo nevado. Palmeó la espalda de Carlisle al pasar. Percibí un lloriqueo apenas audible a mis espaldas. El miedo de Esme se dejaba notar. Observé un aumento de intensidad en el brillo de la neblina que envolvía a los Vulturis. No podía soportar la visión de Edward cruzando el blanco campo a solas, pero todavía se me hacía más difícil la idea de acompañarlo y poner a nuestra hija un paso más cerca de nuestros adversarios. Me debatí, presa de sentimientos encontrados. Me había quedado tan helada que un simple golpe habría hecho saltar mis extremidades en mil esquirlas de hielo. Detecté una mueca de mofa en la sonrisa de Jane cuando Edward rebasó la mitad de la distancia de separación entre ambas fuerzas y quedó más cerca de ellos que de nosotros. El desdén de ese mohín me sacó de mis casillas. Mi rabia aumentó, alcanzando incluso niveles superiores al ansia de sangre que había sentido cuando vi lo mucho que arriesgaban los lobos en aquella batalla condenada al fracaso. Paladeé el sabor de la locura. La demencia me cubrió con una oleada de puro poder. Tenía los músculos en tensión y actué sin pensármelo dos veces. Arrojé el escudo con todas mis fuerzas.

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