Capítulo 3 - Gonzalo

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Estoy de pie frente al enorme televisor de la sala cuando Arturo se me acerca.

—Está todo listo para partir —me dice y yo asiento.

—La cosa se está poniendo más difícil porque están teniendo problemas con el agua, tenemos que ver cómo podemos ayudar. Además, el Centro de Salud no da abasto para atender los casos de insolación y golpes de calor, se necesita más personal de blanco.

—Sobre eso no podemos hacer nada, Gon, no hay manera de contratar médicos que quieran ir a vivir al pueblo...

—Lo sé, pero podemos intentar hablar con algunos para ofrecerles algo, aunque sea temporal... para enfrentar esta situación.

—No podemos estar haciendo todo lo que el gobierno no hace —responde mi hermano menor.

—No, pero tampoco podemos permitir que la gente muera desplomada en las calles del pueblo o entre las plantaciones...

—Bueno, mejor pongámonos en marcha y veamos con nuestros propios ojos cómo está la situación por allá y cómo podemos ayudar.

—Bien...

Tomo mis cosas y él las suyas y nos subimos a la camioneta, Arturo se ofrece para manejar hasta allá así que yo me siento en el lado del copiloto.

La ola de calor está haciendo estragos en el país, pero más en los pueblos rurales o pobres, eso es lo más normal en cualquier crisis climática o catástrofe natural, pero no es lo más justo. Mientras algunos se refugian en sus piscinas o en sus casas acondicionadas y se quejan del calor en redes sociales, otras lo sufren en sus pieles.

El pueblo de mis abuelos es mi lugar en el mundo. Un sitio distante del ruido y de la modernidad en el cual me refugio siempre que necesito esconderme, en el cual me encuentro conmigo mismo y con el niño feliz y simple que alguna vez fui.

Tanto Arturo como yo hemos nacido en cuna de oro, nunca nos ha faltado nada a nivel económico porque mi padre era de familia adinerada y tenía muchísimas empresas, que ahora nos han quedado a nosotros. Mi abuelo le dio en vida todas sus empresas y un buen capital y se retiró temprano, compró tierras en el norte y él y mi abuela fueron allí a envejecer. Mi padre jamás lo entendió, decía que si tenían un accidente o una urgencia no alcanzarían a obtener una atención decente en ese pueblo, a lo mejor tenía razón, pero mis abuelos eran felices en aquel paraíso natural en el cual no existían preocupaciones y todo era paz y armonía.

Cuando mi madre enfermó, a mi padre no le quedó otra que mandarme allí durante ese verano, pero luego ella falleció y mi padre siguió enviándome cada verano. Dos años después se volvió a casar y tuvo otro hijo, Arturo, con el que me crie y a quien quiero mucho. Su madre ha sido un poco la mía también, aunque en las vacaciones, yo seguía prefiriendo quedarme con mis abuelos mientras ellos viajaban por el mundo.

Arturo y yo somos muy distintos, pero nos complementamos bien. Mientras él es más citadino y prefiere los negocios y las empresas, yo amo el campo, los animales de la estancia y al pueblo en sí. Le prometí a mi abuelo que me encargaría de sus tierras cuando se fuera y me las dejó a mí, y yo he aprendido el oficio desde pequeño, aunque solo estuviera allí en los veranos.

Mi abuela murió un par de años después de él, eran inseparables y yo sabía que su corazón no aguantaría la tristeza de la soledad. Desde ese momento yo vivo en la estancia. Casi siempre estoy allí tres de cada cuatro semanas, luego regreso a la ciudad por unos días a atender las empresas y conversar con Arturo sobre cómo marchan las cosas.

Sin embargo, ahora necesitamos poner la atención y los recursos que podemos en el pueblo. La gente está sufriendo y yo me siento en la obligación de hacer algo. Arturo no lo comprende, dice que yo no necesito hacer nada ni ser el salvador de nadie, que tengo sistema de agua en la estancia y aires acondicionados, pero yo no puedo olvidarme del pueblo, de mis empleados, peones y toda la gente que trabaja para mí. No puedo desentenderme de ese pequeño sitio en el que nos conocemos todos, nos respetamos y vivimos en comunidad.

El verano que derritió tu corazónWhere stories live. Discover now