Capítulo 7: de la recreación

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Estaban llegando a la puerta, discutiendo sobre cosas que una persona normal no entendería jamás. Teorías con cálculos complejos, leyes físicas inútiles en el día a día y otras bestias empíricas de aquellos que estudian la naturaleza. Y es que el universo es como el acompañante de los videojuegos al que le pusieron una mala IA: Incomprensible.

Se quedaron congelados al abrir la puerta. Un escalofrío sin razón aparente recorrió ambas espaldas. Sus manos se habían tocado en el pomo. Ocurrió una bofetada mutua. Luego de un largo monologo de dos personas, concluyeron que de ese día en adelante Max Y abriría la puerta.

Ella pasó primero, tambaleándose hasta caer despatarrada en el sofá. Él se resignó a no hacer lo mismo. Fue a la cocina, abrió la alacena y tomó una taza. Tenía sed y el sofá estaba ocupado, así que no tenía una excusa para no hacerse algo de tomar en la cocina.

Tomó su taza, le puso azúcar y un saquito de té. Pero algo en él le dijo que eso no era lo correcto. Sacó la bolsita del recipiente, la metió a una pava, puso agua para varias raciones de té en ella y, una vez el fuego estuvo prendido y el agua calentándose, se preguntó que lo estaba llevando a hacerlo. Llegó a la conclusión de que lo hacía no por empatía, si no por algo parecido a esta. Lo hacía porque ella tenía sed, ya que él la tenía. Ella quería té, ya que él lo quería. Y aún más importante: ella tenía tetas, y a él le gustaba eso.

Ella, en cambio, pensaba en su hogar. Y los buenos tés que allí había. Se preguntaba sobre su familia, sobre sus amigas. Se preguntaba sobre María. Integraba un par de funciones que le venían a la cabeza. Luego volvía al tema del hogar... se sentía como en casa, pero ella sabía que estaba muy lejos de allí. Recordó un libro que leyó en su adolescencia, sobre un visitante atrapado muy lejos de casa. Eso la llenaba de inseguridades, ya que no tenía claro si su universo aún existia, siquiera. Pudo haber colapsado al cerrarse el portal, pensaba.

Max Y se acercó al sofá con dos tazas llenas de té rojo.

Ella le hizo un espacio e hizo la pregunta más pertinente que uno puede imaginar.

—¿Vas a tomarte las dos?

—Tengo tazas más grandes y lo sabes, si quisiera más té, hubiera agarrado una de esas.

Era razonable. Ambos pensaron en el hecho de que estaban tomando el té prácticamente a solas. Sabían lo que el otro pensaba, lo que sentía. Eran espejos rotos, que proyectaban imágenes diferentes pero, en esencia, al mismo objeto.

Se plantearon el hecho de que, tal vez, uno era más Max Meridian que el otro. Pero eso solo podría decirse si había un (o una) Max Meridian original.

Entonces, cruzaron sus miradas. Fue un momento horrible para ambos. Era como mirarse reflejado en el tejido de la realidad, y, en la calma que suponía estar tomando el té, se pusieron a interactuar mediante monólogos internos.

«Deberías dejar la taza sobre la mesa» pensaron. Estaban experimentando, viendo hasta que punto llegaban sus similitudes. Ambos hicieron caso a su propia orden.

Se plantearon elegir un numero al azar, y luego decirlo en voz alta.

—¡Ochenta y cuatro!—Gritaron ambos de manera simultanea.

Un silencio incomodo se hizo presente. Volvieron a sorber aquel líquido rojo oscuro. Se relamieron los labios y levantaron del sofá. Quedaron frente a frente.

—Tenemos que solucionar esto...—Empezó a decir el anfitrión.

—O distraernos— completó la frase la invitada.

Un par de segundos pasaron, y ambos sabían que no iban a intentar solucionarlo.

—Y...bien...¿Jugamos Monopoly?—Se propusieron a la vez. Aceptaron.

Rompiendo los límitesWhere stories live. Discover now