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Un niño de diez años cruzaba un riachuelo acompañado de cerca por una niña un año menor que él. Era mitad de verano y el calor estaba al tope. Buscaban un lugar donde poder refrescarse. El niño la guio por las profundidades del monte, seguro de que encontraría un lugar donde el calor no los abrumara. Estaban más allá de lo permitido, y por más que la chiquilla le suplicara que volvieran él solo volteaba con su mirada retadora diciendo «¿Tienes miedo?». Era claro que lo tenía, sola una vez en su vida había salido de la ciudad para una cena con un reconocido chef que su padre conocía.

—¡Santi! —gritó con los nervios a flor de piel—. Regresemos por favor, mis padres nos deben estar buscándonos. Si se dan cuenta que estuvimos aquí nos castigaran.

El chico llegó al otro lado del rio. Miró a su alrededor sin prestar atención a lo que ella decía. Lo último que le importaba era que se dieran cuenta que habían estado en aquel sitio. Al fin y al cabo, él solo era un chico de la calle «¿Qué podrían decirle?» Cosas que no hubiera escuchado antes. Santiago volteó al escuchar un chillido. La pequeña cayó al agua, pisó mal una roca, y aunque él no la hubiera visto, lo sabía, era capaz de sentirlo.

—Leah —dijo preocupado por ella. Corrió a través del arroyo y la ayudó a levantarse. La pobre niña quedó empapada, su vestido floral arruinó. Santiago no pudo evitar soltar una risa, le causaba gracia ver a su amiga.

—No te rías —pidió al borde de las lágrimas.

—Está bien —Santiago hizo lo que pudo para contenerse. Comprendiendo que ella no podía ir más allá y comenzó a salpicarla con el agua del riachuelo. Aunque al principio a Leah no le gusto, termino jugando con Santiago.

Esos dos se volvieron amigos años atrás. Después de un breve encuentro en el mercado, nunca dejaron de hablarse. Santiago solía buscarla por la ciudad cada vez que podía. Había días enteros donde se la pasaba junto a ella. Platicaba de sus aventuras diarias, sobre como conseguía la comida del día y de las personas que conocía.

Pasaron los años y fue increíble como su relación no se perdió, las cosas siguieron su curso. Él vivía como un chico de la calle, trabajando y conviviendo con las personas de ciudad San Juan, y en raras ocasiones robando comida para sobrevivir, pero lo más importante para él era estar junto a ella. No existió día donde no la viera, aunque fueran solo cinco minutos, era todo lo que necesitaba.

Una mañana Santiago llegó a su fuerte, una guarida construida por él y Leah a base de madera vieja que le regalaron a lo largo de los años y las cosas que recolectaba de sus caminatas por la ciudad. Ubicado en un amplio espacio a las afueras de la ciudad, en los comienzos de lo que quedaba de aquel monte boscoso, que muy pronto terminaría talado.

Ella se encontraba ahí, acostada en una vieja cama individual, respirando la paz y el abrigo que el refugio la hacía sentir. En sus manos sostenía un libro de pasta azul que ambos conocían a la perfección.

—Llegas temprano —dijo Santiago adentrándose en la guarida. Buscó algo de comer entre sus baúles—. Pensé que hoy tenías clases de piano o algo así.

—Preferí tomar un pequeño descanso —respondió ella levantándose de la cama y caminando sigilosa como gato por detrás de Santiago—. Además —pasó sus brazos sobre los hombros del chico. Santiago no pudo evitar ponerse nervioso. Le encantaba el aroma que emanaba, era hipnótico, todos los días recordaba esa dulce fragancia floral que lo hacía enloquecer—. Hoy es un día especial, y tenía que... —Jugó con su cabello. Estaba encima de Santiago, que a pesar de todo no parecía serle un problema soportarla—, pasarlo contigo, Gordis.

Era cierto que Santiago no era delgado, pero mucho menos gordo. Su cuerpo era robusto, pero perfecto para él. Su cabello negro hacia juego con su barba de apenas unos días. Sus ojos color café eran lo que más le encantaba ver a Leah, pues tenían un truco mágico. Conectaba con ellos y creía que por medio de ellos conocía todo de Santiago.

DOBLESWhere stories live. Discover now