★ 1972 ★
Era mediodía de un martes cualquiera. Había terminado de limpiar la cocina, y la sensación de liberación se apoderaba de mí; por fin podía permitirme pensar en cómo pasar el resto del día. Mientras las ideas pasaban perezosamente por mi mente, el teléfono sonó, sacándome de mi ensoñación. Sentí como si la respuesta a mis pensamientos hubiera llegado justo en ese momento.
—¿Hola? —contesté, mientras me dejaba caer suavemente en la pequeña banca junto al teléfono.
—Mireia, ¿quieres venir a casa hoy? —su voz era inconfundible. No necesité más para sentir un cálido alivio, una sonrisa escapando sin permiso de mis labios.
—Me encantaría —respondí casi de inmediato, como si no pudiera resistirme a la idea.
—Te espero sobre las tres —dijo él, su tono despreocupado, suave, como si el tiempo fuera simplemente un telón de fondo.
—Allí estaré —respondí, esta vez con más energía, mi corazón latiendo un poco más rápido.
—Nos vemos en un rato —susurró antes de cortar la llamada, dejando una promesa suspendida en el aire.
Colgué el teléfono y, sin perder tiempo, me apresuré a prepararme. Mientras lo hacía, mi mente ya volaba a través de todas las posibilidades que el día podría ofrecernos. Quizás escucharíamos música juntos mientras compartíamos una merienda, o podríamos pasar la tarde criticando libros de arte de esos que tanto le gustan. Tal vez subiríamos a su terraza, dejando que el sol nos abrazara mientras dibujábamos o simplemente saldríamos a caminar, perdiéndonos en alguna charla ligera. Pero también, algo dentro de mí recordaba los últimos encuentros, esos momentos incómodos que se colaban entre los instantes de calma. Un escalofrío recorrió mi espalda al pensar que la historia podría repetirse.
No quería que hoy fuera igual. Quería una tarde diferente, una que no se viera atrapada por las mismas rutinas. Sabía que si algo debía cambiar, dependía de mí.
Finalmente, salí de casa, el bolso colgado al hombro, y me encaminé hacia la suya. El trayecto me pareció más largo de lo habitual, cada giro y cada parada del autobús añadía una especie de ansiedad latente. Odiaba cómo el autobús siempre tomaba los caminos más estrechos, ralentizando lo inevitable.
Cuando llegué y toqué el timbre, una oleada de nerviosismo me recorrió. Entonces lo vi, abriendo el portón con esa expresión despreocupada que siempre llevaba. Antes de que pudiera decir algo, me robó un beso, uno de esos besos que parecía borrar cualquier duda.
—Vamos a mi habitación —dijo, guiándome con paso firme.
Entré en su habitación y, al verla ordenada, no pude evitar sonreír. Había algo en ese pequeño detalle que me hizo pensar que quizá hoy sí podría ser diferente.
—Qué bonito día —comenté, tratando de llenar el espacio con palabras ligeras, mientras mi sonrisa se mantenía.
—Sí, aunque no le presté mucha atención —respondió, sentándose en la cama y haciéndome un gesto para que me uniera a él.
—Deberías. Es una tarde increíblemente cálida —le dije, mientras me sentaba a su lado, sintiendo cómo se acomodaba contra mi hombro, creando una atmósfera íntima y acogedora.
—Hoy estás muy linda —susurró, escondiendo su rostro en mi cuello, sus palabras envolviéndome como una caricia invisible.
—Gracias —respondí, aunque mi mente comenzaba a divagar, preguntándome qué rumbo tomaría este encuentro.
Sus besos comenzaron, suaves, lentos, como si estuviera midiendo cada movimiento. Sabía lo que hacían en mí, sabía cómo sus labios podían desarmarme. Intenté alejarme suavemente, recostándome hacia atrás en la cama, buscando espacio. Un gran error.
—Te extrañé mucho —susurró mientras se inclinaba sobre mí, su peso sobre el mío, su cercanía, la urgencia en su aliento.
No supe qué decir. Parte de mí quería seguir este camino, dejarme llevar por la corriente de su deseo, pero otra parte, más silenciosa, pedía algo distinto. Disfrutaba estos momentos con él, pero quería más, algo que no solo se limitara a lo físico.
—David, ¿podríamos dejar esto para después? —pregunté con un hilo de voz, temerosa de arruinar el momento—. Pensé que podríamos merendar.
—Si quieres, después, cuando la panadería abra, vamos a buscar algo para merendar. Pero ahora, disfrutemos de esto —respondió, su voz cargada de deseo, mientras dejaba pequeños besos en mi mentón.
Asentí, sin poder encontrar las palabras correctas. Hundí mis dedos en su cabello, en un gesto que, aunque involuntario, lo alentó a seguir.
Sus labios me tomaron con más urgencia esta vez, cada beso más profundo que el anterior, sus movimientos cada vez más seguros. Lo sentí acomodarse entre mis piernas, y el calor de nuestros cuerpos se fusionaba, haciendo que el aire se sintiera más denso.
—Más —susurré, apenas consciente de lo que decía después de romper el beso.
Él dejó escapar un suspiro pesado y, en un solo movimiento, comenzó a deshacerse de las prendas que nos separaban. Nuestras respiraciones se aceleraban al ritmo de la anticipación, al ritmo de lo que ambos sabíamos que seguiría. Mientras nuestras ropas caían al suelo, lo besé con una mezcla de ansiedad y placer, sintiendo cómo mi cuerpo temblaba bajo sus caricias. Su mano descendió lentamente, encontrando el camino hacia donde más lo deseaba. Un gemido escapó de mis labios, ahogándose en su boca cuando sus dedos me tocaron, y mordí mi labio inferior, intentando contener cualquier otro sonido.
Pero en el fondo de mi mente, en algún lugar más allá de lo físico, seguía deseando que hoy fuera diferente.