VIII

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LEO

          Apenas llegaron a las tierras del Pináculo, se dirigieron al gremio de la Orden de Nivelia. Esperaron en la antesala a que Sir Nitz, la persona con quien debían reunirse, terminara la asamblea que sostenía junto a otros miembros de la orden desde muy temprano. Leo se recostó en un amplio sillón de cuero; con los brazos cruzados y la cara arrugada. Resoplaba de tanto en tanto mientras, con sus grandes botas, martilleaba el suelo sin parar. Andrey estaba sentado a su lado, hundido entre los cojines. El joven lanzó una mirada desenfadada a su nuevo comandante y se levantó de un salto.

—Si me relajo más, perderé impulso —se quejó, al tiempo que pasaba el dedo por un aparador de madera, tan pulido, que reflejaba hasta el color salmón de sus ojos—. Este lugar parece más una clínica privada que un gremio —continuó el joven.

—Tienes razón —concordó Leo, con una risa socarrona—. Nada supera ese aire de taberna que tenemos en nuestra orden. Ya verás cuando te gradúes y te conviertas en un verdadero cuervo.

Andrey sonrió. A Leo le pareció que, últimamente, lo hacía poco; para ser francos, pensaba que esos días tampoco ofrecían muchas razones para reír.

La puerta de la sala de reuniones se abrió con un quejido y Sir Nitz salió a la antesala. Hizo una muy leve reverencia con la cabeza.

—Buenas tardes, Comandante —dijo el hombre con voz profunda y pausada—. Señorito Andrey —completó con otro gesto hacia el joven.

—¿Qué ocurre? —preguntó Leo, con el ceño fruncido—. No eres de los que hace esperar sin un buen motivo.

—Se detectó un grupo de tres abylarion al norte de la Plataforma de Hielo Ronne —anunció Sir Nitz, con la voz más oscura que de costumbre.

El comandante parpadeó y guardó silencio unos segundos. Le costaba asimilar la noticia y sus posibles consecuencias.

—Eso queda fuera de la Barrera de la Antártida —logró articular con la voz llena de preocupación—. ¿Cómo es posible?

—Ni más ni menos —comentó Nitz, como si escupiera las palabras—. Si nuestros cálculos son correctos, y siempre lo son, las criaturas se dirigen hacia Tierra del Fuego.

Leo apretó los puños. La frustración ardía dentro de él.

—¿En qué demonios está pensando Alanis? —su voz se crispó con rabia contenida—. Varias veces el Rey Vyrion ha mostrado interés en enviar más guardianes de nuestra orden para proteger el portal de El Cubo.

El comentario llamó la atención de un hombre de figura elegante. Se acercó con paso firme hacia ellos. Leo lo observó con desafío, cruzó de nuevo los brazos y resopló. Andrey hizo una reverencia al recién llegado: Alanis, duque de Alstoria.

—En el Polo Sur no hay cuervos, estimado Leo —dijo el duque, mordaz, al cabo que se ajustaba los guantes de vuelo.

—No sabemos cómo burlaron la seguridad de nuestra triple barrera —añadió Nitz con voz tensa—. No crea, Señor Comandante, que estamos tranquilos con eso. Pero tenemos la suerte de que el duque se encargará personalmente de este asunto —terminó, con cierta lisonjería.

—¿Y si en vez de preocuparte por nuestra jurisdicción, te ocupas de la tuya? —El comentario de Alanis era afilado.

—¿Qué quieres decir? —La ansiedad comenzó a dibujarse en el rostro de Leo.

—Barcelona, Ciudad de Panamá y Monterrey. ¿No son parte de tu jurisdicción?

El sombrío comentario sobresaltó a Leo. De inmediato intentó contactar al gremio de la Orden de Noctaris, pero solo recibió estática. Había perdido comunicación con la base de operaciones y no podía precisar desde cuando.

LIAM LUNA Y LA BRÚJULA DEL REY CUERVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora