INFERNO D.C.

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INFERNO

LIANNE KROSS

I

Eran las dos de la mañana, y Sue no lograba conciliar el sueño.

Se levantó de la cama retirando furiosa el edredón que cubría su cuerpo hasta la cintura, se enfundó en su bata morada de algodón que pendía de uno de los tiradores del armario, y se calzó las zapatillas que a la vez estaban haciendo de colchón para Boots, su gato.

Con paso firme y ceño fruncido, avanzaba atravesando el angosto pasillo hasta llegar a la cocina.

Sacó una botella de leche de la nevera y vertió el contenido en una taza. Abrió uno de los cajones en los que solía guardar algunas hierbas y especias, que juntas desprendían un aroma sumamente agradable, y al fin, tras recolocar algunos botes que contenían esas almizcladas fragancias, encontró lo que estaba buscando: la codiciada tila.

Se hizo con una de las pequeñas bolsitas de la caja y la introdujo en la leche ayudándose con el dedo, dejando la pequeña etiqueta suspendida por un grácil hilo blanco fuera de la taza. Colocó el preparado en el microondas, se encendió un cigarrillo y esperó a que pasaran los eternos dos minutos que la separaban del ansiado elixir que le iba a otorgar el bienestar del sueño.

Dio una calada al cigarrillo y escupió el humo con tanta ira que Boots, que se acababa de asomar por el umbral de la puerta de la cocina dispuesto a hacer una visita a su ama, decidió marcharse por donde vino.

El agudo timbre del microondas indicaba que la taza de leche ya estaba caliente y lista para ser servida.

Sue se la llevó, aún humeante, a la sala de estar, donde le aguardaba Boots, el cual emitió un leve maullido recostado sobre el chaise longe beige; la miró, volvió a maullar, y estiró sus patas delanteras engarzando sus afiladas uñas en la tela del sofá. Sue se sentó a su lado acariciando el suave pelaje del animal, que no dudó en avanzar hasta situarse sobre el regazo de la doctora. Ésta, mirando al vacío, pensaba en las estadísticas que había estado comprobando una y otra vez desde hacía ya seis meses, aquellas malditas estadísticas que preveían el fin de todo y cuánto conocía; ese fin, que al principio parecía difícil aunque positivamente enmendable, y que sin embargo iba a desencadenarse en tan sólo unos meses con una alta probabilidad de acierto.

Sue dejó la taza de té con leche sobre la mesa auxiliar y marcó el teléfono de Edward Palmer, su jefe, mentor y amigo de confianza. Resopló un par de veces al ver que el doctor Palmer tardaba en contestar.

-Vamos, Ed… Cógelo, vamos.

-¿Diga? –contestó la inconfundible voz ronca del viejo Edward después de aclararse la garganta.

 -Ed, soy yo –dijo Sue.

-Sue, ¿qué estás haciendo despierta a estas horas?

-No podía dormir… Verás, he estado pensando y aún nos queda un cartucho por gastar.

-¿De qué hablas? Sabes tan bien como yo que hemos hecho todo cuánto estaba en nuestra mano, pero…

-Sé que esto puede funcionar. He estado pensando en ello los últimos días y...

-Sue, son las dos de la mañana…

-Por favor, Ed. Hazme caso por una vez en tu vida, ¿de acuerdo? Total, ¿qué tienes que perder?

Se oyó un suspiro al otro lado de la línea telefónica.

-Nada, supongo… -susurró el anciano-. ¿Qué quieres que haga? –dijo al fin cediendo.

INFERNO D.C.Where stories live. Discover now