Érase una vez...

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Londres, Inglaterra

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Londres, Inglaterra

25 de Julio, 1999.


Corrí hasta la red antes de que la pelota cayera al suelo y con esfuerzo la devolví con la raqueta hacia mi adversario. Una risa de victoria brotó de mi garganta en el momento en que tropezó con sus pies al intentar alcanzarla.

«Pobre idiota sin coordinación» pensé sacudiendo mi cabeza.

Caminé hacia él balanceando la raqueta con cada uno de mis pasos y extendí mi mano para ayudarlo a levantarse, en un segundo pensamiento ¿debería ayudar a levantar a este perdedor? Justo antes de que la sostuviera alejé mi mano y con una sonrisa triunfante pregunté:

—¿Ya te rendiste en probar ser mejor que yo?

El pobre tenía esta ilusa idea de poder ser mejor que yo en todo, por esto lo reté a un simple partido de tenis para probar lo erróneo que era su punto.

—Algún día encontraré algo en lo que soy mejor que tú. —Poniendo toda su fuerza en sus manos y pies intentó levantarse por sí mismo esta vez. Di una patada a su pierna desequilibrándolo y una vez más estuvo en el suelo.

—Tal vez quieras intentarlo en un mundo donde yo no exista. —Derramé lo último que quedaba en mi botella de agua a su cara.

—Tu ego será tu fin, primo. —Tosió. Su mirada de pena fue la causa por la cual arrojé la botella de agua a su cabeza.

Escuché a alguien gritar mi nombre y levanté la mirada encontrándome a la asistente de mi padre agitando su mano para dejar en claro que su jefe me buscaba. Eso significaba problemas.

—Para tu desgracia, mi tiempo de caridad con los pobres ha terminado, el jefe llama. —No me molesté en recoger mis cosas porque alguien del servicio se encargaría de hacerlas llegar a mi recamara.

Caminé con tranquilidad los pasillos hacia el estudio con una mano recorriendo las paredes. Intenté recordar si había hecho algo mal en los últimos días. Mi padre nunca interrumpiría una buena partida de tenis si no se tratase de algo serio. Aunque cuando se trataba de él nunca se sabía ya que era muy severo y todo por su trabajo.

Siendo el hijo único del primer ministro del Reino Unido mi vida se trataba de las apariencias. Algo que me parecía tonto pues quien tenía el cargo era mi padre, no yo. Mi padre necesitaba entender que era joven y merecía disfrutar de mi vida junto con los beneficios que se me daba.

En mi vida nada era de mi propia elección, él ya tenía todos sus planes para mí. ¿Y cuando tomaba mis propias decisiones? Ser llamado a su oficina se convertía en lo habitual. Y en la oficina de mi padre nada bueno ocurría.

Saludé con un asentimiento a los guardaespaldas y abrí la puerta del estudio esperando cualquier reprimenda.

—Al fin llegas. —murmuró mi padre sentado detrás de su escritorio. Mi madre a su lado tenía una mano colocada en su hombro y sus ojos brillaban con preocupación.

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