Las Intempestivas

859 20 0
                                    

1

Las cuatro Intempestivas son íntegramente belicosas. De­muestran que yo no era ningún «Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, acaso también que tengo peli­grosamente suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la que ya entonces miraba yo des­de arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión públi­ca». No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La se­gunda Intempestiva (1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: la vida, enferma de este engranaje y este me­canismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del traba­jo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: el medio, el cul­tivo moderno de la ciencia, barbariza. En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia. En la tercera y en la cuarta Intempesti­vas son confrontadas, como señales hacia un concepto supe­rior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultu­ra», dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos par excellence, llenos de sobe­rano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba Reich, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», Scho­penhauer y Wagner o, en una sola palabra, Nietzsche.

2

El primero de estos cuatro atentados tuvo un éxito extraor­dinario. El revuelo que provocó fue espléndido en todos los sentidos. Yo había tocado a una nación victoriosa en su pun­to vulnerable; decía que su victoria no era un aconteci­miento cultural, sino tal vez, tal vez, algo completamente distinto... La respuesta llegó de todas partes y no sólo, en ab­soluto, de los viejos amigos de David Strauss, a quien yo ha­bía puesto en ridículo, presentándolo como tipo de cultifi­listeo alemán y como satisfait [satisfecho], en suma, como autor de su evangelio de cervecería de la «antigua y la nueva fe» (la expresión «cultifilisteo» ha permanecido desde entonces en el idioma, introducida en él por mi escrito). Esos viejos amigos, a quienes en su calidad de wurtember­gueses y suabos había asestado yo una profunda puñalada al haber encontrado ridículo a su extraño animal, a su avestruz (Strauss), respondieron de manera tan proba y grosera como yo, de algún modo, podía desear; las réplicas prusia­nas fueron más inteligentes, encerraban en sí más «azul Prusia». Lo más indecoroso lo realizó un periódico de Leip­zig, el tristemente famoso Grenzboten; me costó trabajo que mis indignados amigos de Basilea no tomasen ninguna medida. Sólo algunos viejos señores se pusieron incondicio­nalmente de mi parte, por razones diversas y, en parte, im­posibles de averiguar. Entre ellos, Ewald, de Gotinga, que dio a entender que mi atentado había resultado mortal para Strauss. Asimismo el viejo hegeliano Bruno Bauer, en el que he tenido desde entonces uno de mis lectores más aten­tos. En sus últimos años le gustaba hacer referencia a mí, in­dicarle, por ejemplo, al señor Von Treitschke, el historiógrafo prusiano, quién era la persona a la que él podía preguntar para informarse sobre el concepto de «cultura», que aquél había perdido. Lo más meditado, también lo más extenso sobre el escrito y su autor fue dicho por un viejo dis­cípulo del filósofo Von Baader, un cierto catedrático llama­do Hoffmann, de Wurzburgo. Éste preveía, por este escri­to, que me esperaba un gran destino, provocar una especie de crisis y de suprema decisión en el problema del ateísmo, cuyo tipo más instintivo y más audaz advirtió en mí. El ateís­mo era lo que me llevaba a Schopenhauer, decía. Pero el ar­tículo, con mucho, mejor escuchado, el más amargamente sentido, fue uno extraordinariamente fuerte y valeroso, en defensa mía, del, por lo demás, tan suave Karl Hillebrand, el último alemán humano que ha sabido manejar la pluma. Su artículo se leyó en la Augsburger Zeitung; hoy puede leerse, en una forma algo más cauta, en sus obras completas. Mi escrito era presentado en él como un acontecimiento, como un punto de viraje, como una primera toma de conciencia, como un signo óptimo, como un auténtico retorno de la se­riedad alemana y de la pasión alemana en asuntos del espí­ritu. Hillebrand elogiaba mucho la forma del escrito, su gus­to maduro, su perfecto tacto en discernir entre persona y cosa: lo destacaba como el mejor texto polémico que se ha­bía escrito en lengua alemana, en ese arte de la polémica, que precisamente para los alemanes resulta tan peligroso, tan desaconsejable. Estaba incondicionalmente de acuerdo conmigo, incluso iba más lejos que yo en aquello que me ha­bía atrevido a decir sobre el encanallamiento del idioma en Alemania (hoy se las dan de puristas y no saben ya construir una frase), mostrando idéntico desprecio por los «primeros escritores» de esa nación, y terminaba expresan­do su admiración por mi coraje, aquel «coraje supremo que llevaba al banquillo de los acusados precisamente a los hijos predilectos de un pueblo». La repercusión de este es­crito en mi vida es realmente inapreciable. Desde entonces nadie ha buscado pendencias conmigo. En Alemania se me silencia, se me trata con una sombría cautela: desde hace años he usado de una incondicional libertad de palabra, para la cual nadie hoy, y menos que en ninguna parte en el Reich, ha tenido suficientemente libre la mano. Mi paraíso está «a la sombra de mi espada». En el fondo yo había pues­to en práctica una máxima de Stendhal: éste aconseja que se haga la entrada en sociedad con un duelo. ¡Y cómo había elegido a mi adversario!, ¡el primer librepensador alemán!. De hecho en mi escrito se dejó oír por vez primera una espe­cie completamente nueva de librepensamiento: hasta hoy nada me es más lejano y menos afín que toda la especie euro­pea y norteamericana de libres penseurs [librepensadores]. Mi discordia con ellos, con esos incorregibles mentecatos y bufones de las «ideas modernas», es incluso más profunda que con cualquiera de sus adversarios. También ellos, a su manera, quieren «mejorar» la humanidad, a su imagen; ha­rían una guerra implacable a lo que yo soy, a lo que yo quiero, en el supuesto de que lo comprendieran, todos ellos creen todavía en el «ideal». Yo soy el primer inmoralista.

3

Exceptuadas, como es obvio, algunas cosas, yo no afirmaría que las Intempestivas señaladas con los nombres de Scho­penhauer y de Wagner puedan servir especialmente para comprender o incluso sólo plantear el problema psicológico de ambos casos. Así, por ejemplo, con profunda seguridad instintiva se dice ya aquí que la realidad básica de la natura­leza de Wagner es un talento de comediante, talento que, en sus medios y en sus intenciones, no hace más que extraer sus consecuencias. En el fondo yo quería, con estos escritos, ha­cer otra cosa completamente distinta que sicología: en ellos intentaba expresarse por vez primera un problema de edu­cación sin igual, un nuevo concepto de la cría de un ego, de la auto-defensa, hasta llegar a la dureza, un camino hacia la grandeza y hacia tareas histórico-universales. Hablando a grandes rasgos, yo agarré por los cabellos, como se agarra por los cabellos una ocasión, dos tipos famosos y todavía no definidos en absoluto, con el fin de expresar algo, con el fin de tener en la mano unas cuantas fórmulas, signos, medios lingüísticos más. En definitiva, esto se halla también insi­nuado, con una sagacidad completamente inquietante, en la página 93 de la tercera Intempestiva. Así es como Platón se sirvió de Sócrates, como de una semiótica para Platón. Ahora que vuelvo la vista desde cierta lejanía a las situacio­nes de las que estos escritos son testimonio, no quisiera yo negar que en el fondo hablan meramente de mí. El escrito Wagner en Bayreuth es una visión de mi futuro; en cambio, en Schopenhauer como educador está inscrita mi historia más íntima, mi devenir. ¡Sobre todo, mi voto solemne! ¡Oh, cuán lejos me encontraba yo entonces todavía de lo que soy hoy, del lugar en que me encuentro hoy, en una altura en la que ya no hablo con palabras, sino con rayos! Pero yo veía el país –no me engañé ni un solo instante acerca del camino, del mar, del peligro– ¡y del éxito! ¡El gran sosiego en el pro­meter, ese feliz mirar hacia un futuro que no se quedará en simple promesa! Aquí toda palabra está vivida, es profun­da, íntima; no faltan cosas dolorosísimas, hay allí palabras que en verdad sangran. Pero un viento propio de la gran li­bertad sopla sobre todo; la herida misma no actúa como ob­jeción. Sobre cómo concibo yo al filósofo, como un terri­ble explosivo ante el cual todo se encuentra en peligro, sobre cómo separo yo miles de millas mi concepto «filósofo» de un concepto que comprende en sí todavía incluso a Kant, para no hablar de los «rumiantes» académicos y otros cate­dráticos de filosofía: sobre todo esto ofrece ese escrito una enseñanza inapreciable, aun concediendo que quien aquí habla no es, en el fondo, «Schopenhauer como educador», sino su antítesis, «Nietzsche como educador». Si se tiene en cuenta que mi oficio era entonces el de docto, y, tal vez tam­bién, que yo entendía mi oficio, no carece de significación que en este escrito aparezca bruscamente un áspero frag­mento de sicología del docto: expresa el sentimiento de la distancia, la profunda seguridad sobre lo que en mí puede ser tarea y lo que puede ser simplemente medio, entreacto y elemento accesorio. Mi listeza es haber sido muchas co­sas y en muchos lugares, para poder llegar a ser una única cosa. Por cierto tiempo tuve que ser también un docto.

M7@.


Cómo se llega a ser lo que se esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora