Día 4

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Los ojos arden, pero es este jueves silencioso el que en verdad me agobia, mucho más que el sueño.

Esta vez pedí una radio y, como antes, accedieron sin inconvenientes. La trajeron por la tarde. Es pequeña y tiene una antena larga y brillante. Emite un sonido un poco rasposo pero disimula la soledad del ambiente. Me mantiene ocupado en algo más que mis preocupaciones.

Saber que el mundo se proyecta a través del aparato genera en mí una falsa sensación de compañía, pero me basta esa ficción. Me deleita pensar que ese todo está contenido en algo tan minúsculo e insignificante como plástico y cables, fluyendo como la sangre a través de un enmarañado caótico de alambres, tan bien metaforizado. ¡Imagínese cuánto más deleitante sería si, al agitar la radio, se estremecieran las montañas y se revolvieran los océanos! Pareciera ser que el poder de transformar al mundo en tal calamidad estaría reservado a Dios, pero, en verdad, son los mortales quienes de forma tan magistral y espantosa lo han conseguido; monstruos.

Hace poco más de dos horas, quizás tres, anunciaba la periodista de algún noticiero radial la muerte de un soldado norteamericano en Panamá, al parecer la visita de George Bush al país caribeño ha generado cierta incomodidad en algunos sectores nacionalistas que se levantaron en protesta, y contaba, con cierto énfasis de justificación, cómo es que a pesar de que el presidente Endara programara un agradable «encuentro entre amigos», gran parte de la población llenó de pintadas la ciudad con la palabra «asesino». Entendí, pues, que el mundo está mucho más enmarañado que el cableado de una radio, desde que la he encendido pocos sucesos oí que no sean conflictos, muertes y demencia.

Y resulta que el loco soy yo... ¡Ja!

Pero lo más espantoso fue oír sobre el hallazgo del cadáver de una niña de ocho años, y me impactó sobremanera, sobre todo, porque yo la conocía, era parte del grupo de alumnos de Franco. Según la noticia, fue encontrada en un descampado, sobre las costas de un río, en avanzado estado de descomposición... alimento de cangrejos y alimañas.

Mi hermano era profesor de inglés, por las mañanas daba clases en una escuela en las afueras de la ciudad, en una zona rural, y por las tardes en su casa. Es cierto que mi trabajo no me permitía darme grandes lujos, sin embargo, a diferencia de él, antes de terminar encerrado aquí yo vivía con mis padres, y por ende no tenía una renta que pagar. Para mi presupuesto, estudiar inglés era un gasto perfectamente sustentable. Aunque Franco nunca quiso recibir mi dinero, yo siempre insistí en remunerar su tiempo. Ya ve, amigo lector, nuestra relación era excelente, ¿por qué lo mataría?

Cuando la locutora pronunció el nombre «Celeste Urquiza», un escalofrío trepó por mi espina, uno que nada que ver tenía con el espectro sonriente.

Verá, yo asistía a las clases de mi hermano un turno antes que el grupo de alumnos del que Celeste formaba parte, a veces tomaba una segunda clase y compartía tiempo con ellos. Por ese motivo la conocí bastante bien, Celeste Urquiza era una niña un poco despistada, extrovertida y siempre con una sonrisa. Mucho conjeturaba la mujer en la radio sobre las condiciones del crimen, mas yo me quedé con la palabra «muerte» rondándome, ¿qué clase de monstruo podría querer hacerle semejante daño a una niña?

Y había más detalles, por mucho, impronunciables.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora