Capítulo XI: También puede haber sabiduría en la inocencia.

90 13 1
                                    


—Entonces... ¿puedo quedarme?

—Está bien, tú ganas. Pero venir todos los días al trabajo conmigo.

—¿Eso es todo? Eso es fácil.

—Eso lo dices ahora niña, espera y verás.

—¡Ya deja de llamarme niña! —dijo con enojo. Y luego de un tiempo pensando agregó: — ¿Por qué odias tu trabajo?

—¿Y cómo sabes que lo odio?

—Porque si no lo odiarás no caminarías tan perezosamente, sobretodo porque llegarás tarde.

—Si quieres la verdad, no lo odio; pero no es para lo que estoy hecho, al menos, no en mi opinión –dijo con un ligero tono de tristeza en su voz.

—Y entonces para qué ¿comer nueces y tomar cappuccino? —dice con tono burlón.

—Muy graciosa, pero no soy una ardilla para comer nueces. Aunque supongo que tampoco sabes lo que es una ardilla; de todos modos, lo mío... lo mío es el arte —dijo con inspiración en un su voz y melancolía en su mirada—, pero es muy difícil que alguien como yo prospere en este bosque.

—¿Hay otro mejores que tú?

—Pues —dijo dubitativo— siempre hay alguien mejor, pero no es por eso. Aquí a nadie le interesa lo que yo pueda dar. Este no es un sitio muy aficionado al arte.

—¿Y por qué no te vas a otro lugar?

—Eso haré, pero debo mejorar.

—Sigue practicando.

—Lo hago, pero mi trabajo me quita mucho tiempo.

—Hmm... ¿te has fijado que dices mucho la palabra "pero"?

—Tienes razón —dijo después de meditarlo unos segundos.

—Te propongo algo, en vez de ver tu trabajo como un obstáculo, míralo como una motivación.

—¿Cómo puede ser una motivación?

—Si tanto lo odias, practica cada vez más para poder mudarte.

—Ya te dije que no lo odio –dijo tras una reír honestamente por el comentario de Anabelle.

—Sabes que lo odias, solo te engañas a ti mismo para que tu carga no sea tan dura.

—Oye no eres tan tonta como yo pensaba, quizás sí deba dejar de llamarte niña.

Y con una expresión de sorpresa y un tono burlón Anabelle le preguntó cómo era posible que pensara en ella como una tonta.

—¿Acaso actúo así? —dijo.

Y con muecas y jugarretas terminaron su recorrido al trabajo de Sebastián, el cual no había disfrutado, desde hace mucho, el reír de esa manera.

Al llegar Anabelle se encontró con un largo pasillo de tierra y lo que ella pensó eran árboles.

—Son arbustos —dijo Sebastián—, recuerda que aquí todo es grande.

Seres peludos corrían de un lado para otro con mucha prisa, cangando enormes cestas repletas de lo que parecía ser...

—¡Qué uvas tan grandes!

—Bayas —dijo entre risas por la inocencia de la niña. Y agregó mientras las señalaba–. Hay moras, frambuesas y, si sigues por ese camino unos cuantos metros, encontrarás almendras y avellanas.

—¿Y qué hacen con ellas?

—Las recolectamos, luego se empacan y se envían a todas partes. Ten, es la más pequeña que encontré.

Le dio una de las cestas que usaban para recolectar, y para ella parecía una de las enormes bandejas de fiesta que su mamá usaba para repartir la comida. Así que, sin mucha demora, comenzó a recolectar toda clase de bayas silvestres: arándanos, fresas, cerezas y moras, todas tan grandes como un durazno. No tardó en volver al tiempo en que jugaba en su jardín y pretendía ser la jefa de toda una cocina real; pero a diferencia de aquella vez, sus empleados no eran imaginarios; aunque sí lo era la parte en que trabajaban para ella. De vez en cuando, Sebastián la ayudaba con aquellas que, por su tamaño, no podía alcanzar. Cada vez que intentaba cambiar de arbusto, terminaba siendo empujada por uno de los transportistas, y no se atrevía a atravesar el camino de tierra por temor a ser atropellada por una de las carretas.

—Mi canasta está llena ¿qué hago ahora?

—Acompáñame.

—¿Qué son esos de cola larga?

—Esos sí son ardillas; ¿y ves esos de dientes grandes por allá? Son castores, pero no te acerques a ellos, tienen muy mal humor.

—No los culpo, yo también lo estaría si tuviera que comer madera.

—¿Cómo sabes que comen madera?

—Hace un rato los vi comiendo madera, junto a la estatua negra.

—Eres muy observadora... ¿la estatua negra? —dijo al darse cuenta de lo que acababa de decir Anabelle.

—Aquella que está allá —señaló a sus espaldas— me sorprende que con tantas personas y carretas pasando tan rápido no se la hayan llevado por delante.

—Yo no veo nada.

—¡Acabamos de caminarle por al lado! ¿Cómo no puedes verla? Ahí está.

—Estás imaginando cosas niña.

—¡Qué no me digas niña! Y tú deberías cambiar tus anteojos anciano.

—¡Oye! Primero que nada, es un monóculo, y segundo ¿qué tan viejo crees que soy?

—Lo suficiente como para no ver algo tan claro como esa estatua.

—Puede que estés viendo tu propia nariz, después de todo es enorme.

—¡¿Disculpa?!

—Te disculpo —dijo en tono burlón.

Y de la misma manera que antes, terminaron su turno de trabajo, entre risas y juegos, corriendo de un lado al otro, recolectando y empacando bayas y nueces, para luego regresar a casa contestando a las mil y un preguntas que la curiosa Anabelle tenía acerca de su nuevo hogar: El bosque.

—Me estoy muriendo de hambre —dijo ella al llegar a casa.

—Traje un poco de comida del trabajo. Prepararé sopa de arándanos.

—¿Tú cocinas? Pero eres hombre.

Sebastián la miró con una mezcla de duda y sarcasmo.

—Bueno hombre, macho, tú me entiendes. ¿Tu mamá no te trae comida?

—Mi mamá vive muy lejos —le respondió un poco disgustado.

—¿Y tu esposa?

—No tengo.

—¿Nunca te has casado? —dice con asombro— ¿no estás algo viejo para que...

—¡¿Siempre tienes que hacer tantas preguntas?! No es tu problema y no te importa.

Enojado, y haciendo mucho ruido a sus paso, sale de la casa y Anabelle lo pierde de vista entre la vegetación. Dejándola con un sentimiento de culpa y con un par de lágrimas corriendo por sus mejillas.

ANABELLEWhere stories live. Discover now