Rompiendo el caparazón de soledad

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Desagradable. Esa era la única forma que Owayne podía pensar para describirse.

No importaba cuántas veces mirara su reflejo, sentía que nunca se acostumbraría. A pesar de su cabello rojizo y sus ojos verdes, estaba seguro de que los demás solo veían los defectos que dominaban su rostro: la extensa marca rojiza que se adueñaba de su ceja hasta la mejilla, su palidez casi enfermiza y una piel salpicada de lunares.

En ese mundo lleno de colores vibrantes, él se sentía como una difusa mancha de un marrón grisáceo.

Se ajustó el abrigo para resguardarse de la helada brisa y se alejó de la escultura de espejos. Avanzó con la mirada baja hasta que la escena frente a él le apartó de sus pensamientos negativos: el sol comenzaba a ocultarse y la luz ambarina encendía el arcoíris de colores otoñales.

Inspirado por la vista cautivadora, elevó su cámara para inmortalizar el momento. La fotografía era su refugio, el lugar donde podía capturar con su lente la belleza que a menudo creía ausente en sí mismo.

Un par de hojas más crujieron bajo sus pies antes de que apretara el botón de disparo y, de repente, un ensordecedor estruendo resonó en la cercanía. Un quejido salió de su garganta y el tiempo pareció congelarse en cuanto notó un auto dirigirse hacia él.

Instintivamente, cerró los ojos, esperando el impacto. No obstante, un tirón repentino lo salvó de ser arrollado. Su cuerpo golpeó el suelo con fuerza, rodando junto a la persona que le había salvado. Sobre la acera, sintió cómo su hombro resentía el dolor, y su pecho subía y bajaba, todavía alterado.

A medida que las ideas se despejaron, su mente repasó rápidamente los acontecimientos recientes. Con cautela, abrió los ojos otra vez, mientras varios fragmentos de luz atravesaban su vista. En medio de la neblina visual, alcanzó a distinguir la silueta de un chico a su lado, con los dedos todavía aferrados a su antebrazo.

—¡Fíjate por dónde vas, imbécil!

Aun tras la dureza de aquellas palabras, el tono le hacía sonar como una suave reprimenda. Owayne observó los rasgos de su salvador: la mirada azul mar que resaltaba por el exagerado delineado y sus labios que temblaban ligeramente.

—Oh, mi Dios, ¡estás sangrando!

El chico pasó el dorso de su mano por la nariz y notó que, en efecto, esta volvía con una mancha carmín.

Preocupado, Owayne buscó en su bolso un pañuelo, pero antes de que pudiera encontrarlo, el sonido de un teléfono le interrumpió y el chico sacó su celular. Mientras miraba la pantalla, frunció el ceño y respondió con impaciencia:

—¡Maldita sea, Boris! ¡He dicho que ya estoy por llegar! Sí... claro, solo cinco minutos... da igual —colgó y se dirigió a él de nuevo—: Oye, ¿te has lastimado algo?

Aunque varios de sus músculos todavía ardían, Owayne negó con la cabeza.

—De acuerdo, mantente lejos de los coches en movimiento.

El chico se levantó enseguida, aunque a Owayne le llevó un instante más recuperarse.

Finalmente, se puso de pie y comenzó a recoger sus pertenencias. Un suspiro de alivio escapó de sus labios al darse cuenta de que su preciada cámara estaba intacta.

De pronto, notó entre las fotografías algunas que no le pertenecían y, al voltear la mirada, descubrió que el chico ya se había ido. Se apresuró en la dirección que creía que este había tomado, impulsado por un instinto que desafiaba la lógica y las voces de la razón que le decían que era imprudente buscar a alguien que ni siquiera conocía.

Rompiendo el caparazón de dolorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora