Entonces la Muerte extendió la mano y bailamos juntas la danza de buenas noches. Sus labios fríos besaron mi corazón y el soplo de invierno apagó mi alma. Y sus ojos me atravesaron y su agarre me salvó de caer al vacío. La negrura de su aliento dejó en mis mejillas el color pálido de la luna mientras sus pies guiaban los míos ciegamente siguiendo la fantasmal melodía del violín y trazamos con estrellas la jerarquía del caos. La niebla del Sueño eterno me susurró y con dulces palabras me pidió un último vals, que muy amablemente le concedí. El demonio rasgaba con sus uñas de nácar las cuerdas del arpa dorada mientras sonreía con una macabra sonrisa, pero el sueño me seguía atrapando entre sus brazos protectores. Y giramos y giramos entorno a la nada echando todo por la borda del Cielo, y de un súbito giro nos encontramos deslizándonos por las escaleras hacia el Infierno, donde el calor comenzó a ahogarme mientras veía cómo evaporaba al Sueño tranquilizador, alejándolo de mí. El grito, poseído por el Miedo, se abrió paso a través de mi garganta, arañándola con sus uñas, desgarrando mi alma. La sangre formó la moneda que más tarde pagaría a Caronte. Crucé el río de plata hacia las llamas que extendían sus brazos ardientes de ánimas hasta que la Oscuridad reclamó los trozos de mi ser. Ésta cogió los hilos de mi cuerpo con sus dedos de azabache y me dejó caer en el pozo del Olvido hasta el Noveno Círculo del Inframundo, donde la acogedora mano del ángel caído de alas negras me cobijó, donde la siniestra melodía del Mal taladraba constantemente mis oídos de cristal, donde un vil poeta componía un soneto inmortal. Y fue éste mi Paraíso que constituyó aquella tortura eterna, haciendo una inevitable llamada a la Locura, que más tarde me apresó.
