Cap. 14: Caracas en los Años 20 (2)

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Vuelvo atrás, a los primeros días de nuestra llegada a la Capital, para narrar lo siguiente: Lo fascinante para mí, al contemplar por primera vez Caracas, fue la enorme cantidad de gente que veía en sus calles, lo que me parecía enorme al compararla con mis experiencias provincianas. También me impresionaron los diferentes tipos de vehículos que transitaban y muchos otros aspectos de menor importancia que no describiré. Fuimos directamente a hospedarnos por unos días en casa de una familia colombiana amiga de papá, la familia de don Jesús Díaz, modesto carpintero, hombre ejemplar, de bondad y trabajo, casado con doña Adela, vieja un poco rezongona pero bondadosa, también.

Allí estuvimos hasta que don Andrés consiguió una habitación en una casa de vecindad en El Rincón del Valle. Este barrio - al que por sugerencia del Padre Machado se le cambió después el nombre por el de Prado de María -, estaba ubicado hacia el sitio donde comienza - hoy todavía - la avenida del cementerio, y se prolongaba alrededor de la pequeña iglesia en una calle por la que pasaba el tranvía que partiendo de Puente Hierro iba hasta El Valle.

Recuerdo que el tranvía llegaba como a una distancia de una cuadra de la iglesia. Allí había una pequeña estación en la que tomaba y dejaba pasajeros, y luego torcía y se alejaba por entre los potreros rumbo a El Valle...

¡Qué deliciosas mañanas aquellos de mis primeros días caraqueños! Me levantaba temprano para ir a buscar la leche a una vaquera cercana que quedaba casi en frente de la pequeña iglesia, y de paso compraba el oloroso "pan isleño" o las calientes arepas para el desayuno. La calle principal de este pequeño barrio estaba sombreada por larga fila de árboles - tal vez cedros y acacias -, y tenía casas por un solo lado, el derecho, pues por la izquierda sólo había potreros y una que otra casa de campo. Una de estas casas era la vaquera a donde iba yo por las mañanas.

Todo esto que rememoro y cuento, hará gracias a los caraqueños de hoy. Todo este escenario es el que hoy corresponde a la franja de ocho o diez manzanas que van desde El Peaje hasta la iglesia del Prado de María, nombre que se le debe al Padre Machado, quien lo propuso en lugar de Rincón del Valle, que seguramente le parecía feo y de minusvalía... Todavía hoy, al pasar por esta larga calle principal, veo una casita minúscula que aún conserva su techo de tejas y su alero, y creo que todavía está otra, o estuvo hasta hace poco, más grande y pretenciosa, a la que su fabricante quiso dar en la fachada el aspecto de un instrumento musical, ¡nada menos que el de un órgano!

Felices tiempos del Rincón del Valle, cuando nuestra riente e inocente niñez se entretenía solitaria haciendo rodar por las calles de tierra una rueda de hierro impulsada por un gancho de alambre. Días en los que, además, hicimos nuestras primeras amistades locales y empezamos a darnos cuenta que estas otras gentes no hablaban como nosotros, nos trataban de tú y no decían bolera sino lavativa, y comían unos extraños frijoles negros llamados caraotas, y en lugar de la panela de a medio, compraban un papelón que costaba doce o quince centavos.

Las casas de vecindad

La gente pobre como nosotros, que vivía en la Capital, no podía pagar el alquiler de una casa, y por eso, según las necesidades o las posibilidades, se alquilaba una o dos habitaciones en una "casa de vecindad". Estas eran casas grandes, viejas, que tenían cuatro o cinco cuartos desde el zaguán hasta donde comenzaba el comedor, que se hallaba junto al primer patio; luego, a lo largo seguían tres o cuatro habitaciones más. Por último se encontraba la cocina, los escusados y los lavaderos de ropa, con un patio cruzado de alambres para el secado.

La cocina, un largo espacio de cemento construido a manera de mesón, daba acceso a los anafes de las distintas señoras que ahí cocinaban. (Se usaban unos anafes baratos, de un precio de cinco bolívares, que se fabricaban con media lata gasolinera a la que horadándole varios huecos en sus lados, se le trenzaban flejes que servían para colocar los carbones. En la parte inferior tallaban un boquete para el desecho de la ceniza. Vendían también anafes redondos, y con pata, muy resistentes, pues eran de hierro, pero estos costaban caro, unos 25 bolívares; por eso el común de las gentes compraba el otro tipo de anafe, aunque duraba muy poco: unos dos o tres meses).

Algunas señoras preferían cocinar dentro de su misma habitación, y a veces se veían otras que preparaban sus sencillas viandas al lado de la puerta de su cuarto.

Según el tamaño de la habitación, se pagaban 30, 40 o 50 bolívares mensuales de alquiler. Y hablo aquí de casas grandes, viejas, adaptadas a este servicio comunal; pero años más tarde vivimos en una casona que debió ser construida - o reconstruida - para tal fin, y que quedaba de Carmen al Puente, en la parroquia San Juan. Esta casona tenía cuartos frente a frente, en dos hileras que se prolongaban como por unos 60 metros. En ella vivíamos cuando pusieron preso a José María Rivera [tío del autor].

La casa de vecindad del Rincón del Valle no era tan grande, y como se había visto, un sitio de mucha tranquilidad y de cierta poesía campestre que compensaba a mi alma infantil de la pérdida de mis primeros paisajes...

Papá tenía alquilado un cuartucho en la Esq. del Pájaro para su taller de "remendón". Según la circunstancia del mercado zapatero, también conseguía él hechura de calzado nuevo, de hombre o de mujer.

Un día le llegué a mi viejo, a pie, desde el Rincón del Valle, con las alpargatas en la mano. Como no llovía en ese momento, a él le extrañó mucho verme así, y me preguntó por qué me las había quitado. Yo le respondí simplemente, que era para ahorrar, para que no se gastaran. Y entonces me dijo: "No, mijo, no haga eso, porque aquí no se acostumbra".

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