Lágrimas de Hielo.

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Hay quienes dicen que encontrarse en el Océano Ártico es mejor que estar en tierra, pues las poderosas aguas se mecen y suavizan un poco el tremendo frío que lo cubre todo desde el primer día del año hasta el último. Mienten:

La salada humedad se cuela hasta los huesos y nada impide que ese frío húmedo inunde el cuerpo: ni los gruesos abrigos de piel, ni la ropa de lana, nada. Cuando te ves sólo en el mar, echas irónicamente de menos el viento helado de las estepas rusas.

El barco no se movía del lugar donde los marineros habían echado desesperadamente el ancla cinco horas antes, y ya comenzaba a atardecer, con lo que pronto el frío se acentuaría. Las calderas llevaban ya horas apagadas, pues, ¿qué sentido tenía que siguiera ardiendo la leña en una situación así?

Natasha tiritaba sin cesar mientras miraba el sol ponerse en el horizonte, y sostenía con sus guantes unas pequeñas manitas que se agarraban con fuerza, envueltas también en guantes, mientras no dejaban de temblar. El pequeño tenía un espléndido cabello rubio, pero estaba sucio, al igual que sus mejillas, llenas de churretes por las lágrimas que salían de sus enormes ojos azules, mientras no dejaba de quejarse con un “Mamá, tengo frío”.

Natasha se agachó un poco y le colocó la capucha mientras trataba de secar sus lágrimas.

-No llores, hijo, ya eres mayor, y los niños mayores no lloran cuando tienen frío. ¿Qué crees que diría tu padre si cuando te conociera te viese llorando como un bebé?-. Natasha sonrió y abrazó fuerte al pequeño, que dejó de llorar haciendo un gran esfuerzo-. ¿Ves? Ahora si pareceres un chico mayor.

-¿Mamá, por qué el barco no se mueve? Hace mucho rato que estamos parados en el mismo sitio, yo quiero llegar ya.

Natasha sintió un nudo en la garganta, palideció un poco más, pero sonrió.

-Estamos descansando, a lo mejor tenemos que irnos en otro barco más pequeño, pero no te preocupes. Papá nos espera en Japón, Hyoga. ¿No tienes ganas de conocerle?

El pequeño asintió, y su espeso cabello rubio se movió dentro de la capucha. Natasha sonrió de nuevo:

-Ten paciencia, hijo. Espérame un momento aquí, en cubierta, no tardaré mucho en volver.

Besó la frente del niño y se introdujo por uno de los pasillos que levaban hasta el camarote del capitán. Con la mano temblando, llamó suavemente a la recia puerta de madera. Un “adelante” en voz inestable se oyó desde en interior, y la mujer abrió la puerta para entrar en la estancia. El barco donde viajaban no era gran cosa, y el camarote del capitán se limitaba a una pequeña cama, un mesa y un par de sillas, en las que estaban sentados el propio capitán, un hombre joven, pero de aspecto consumido y que estaba pálido y ojeroso, y el primer oficial, un hombre maduro de espesa barba negra, que huyó de la mirada de Natasha al verla pasar.

-Señora Miendev-musitó el capitán sin saber por donde empezar.

-Escuchen-le interrumpió Natasha-. Es evidente que no han pedido ayuda, no creo que ningún barco de los alrededores se atreviese a socorrer a un navío que huye desesperadamente de Rusia y de su mundo de pobreza. El Gobierno ya ha amenazado con ejecutar a cualquier desertor o a cualquiera que colabore con uno de ellos. Así que, como ya todos sabemos –la mujer tragó saliva- el barco se hunde sin remedio, pues nadie nos ayudará.

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